«Era como en los meses anteriores a que Laurie ingresara en la clínica», pensó Opal. Ella y Bic empezaron de nuevo a seguirla en coches alquilados. Algunos días permanecían estacionados al otro lado de la calle y observaban a Laurie salir del garaje y entrar en la clínica, entonces esperaban hasta que volvía a salir. Bic no dejaba de mirar la puerta, temeroso de perder el menor vistazo de ella. Cuando aparecía en la calle, empezaba a sudar y se aferraba con fuerza al volante.
—¿De qué habrá estado hablando hoy? —preguntaba con miedo y rabia en la voz—. Está a solas en la habitación con ese doctor. Opal. Quizás ella lo tiente.
Los días laborables. Lee acudía a la clínica por la mañana. Muchas tardes, ella y Sarah iban a jugar al golf. Temeroso de que Sarah notara el coche que las seguía, Bic empezó a telefonear a los campos de golf para preguntar si había una reserva a nombre de Kenyon. En caso afirmativo, él y Opal iban allí y se hacían los encontradizos con Sarah y Lee en la cafetería.
Lo único que hacían era saludarlas, pero a Bic no se le escapaba detalle de Lee. Luego comentaba emocionado su aspecto:
—La camiseta le queda muy ceñida… No te imaginas lo que me ha costado no alargar el brazo y soltar el pasador que le sujetaba su hermosa melena dorada.
Debido al programa de la Iglesia del Espacio tenía que pasar la mayor parte de la semana en Nueva York. Opal daba gracias al cielo por ello. Si veían a Lee y a Sarah el sábado o el domingo, el doctor y el mismo joven, Gregg Bennett, las acompañaban siempre. Esto enfurecía a Bic.
Un día de mediados de agosto, Bic llamó a Opal desde la habitación de Lee. Las cortinas estaban echadas y él se balanceaba en la mecedora.
—He estado rezando en busca de consejo y he recibido la respuesta —dijo—. Lee siempre va y viene a Nueva York sola. Tiene teléfono en el coche. He conseguido ese número.
Opal se estremeció cuando el rostro de Bic se distorsionó y sus ojos llamearon.
—Opal, no pienses que no soy consciente de tus celos. Te prohíbo que vuelvas a incomodarme. El tiempo de Lee en la tierra llega a su fin. En los días que le quedan, tienes que dejar que mis ojos, mis oídos y mi nariz se impregnen de esa encantadora niña.