Ridgewood, Nueva Jersey, 12 de setiembre de 1991
Durante la misa, Sarah no dejó de mirar a Laurie de reojo. Los dos ataúdes al pie del altar la tenían como hipnotizada. Los observaba, sin llorar, al parecer ajena a la música, a las oraciones y a la homilía. Sarah tuvo que cogerla del codo para indicarle cuándo debía ponerse en pie o arrodillarse.
Al terminar la misa, mientras el sacerdote bendecía los ataúdes, Laurie murmuró:
—Mamá, papá, lo siento. No volveré a salir sola a la calle.
—Laurie —susurró Sarah.
Su hermana la miró sin verla, luego se volvió y, con una expresión de asombro, observó la iglesia llena de feligreses.
—¡Cuánta gente! —Su voz sonó tímida e infantil.
Empezaron a entonar el himno de despedida. Con el resto de la congregación, una pareja al fondo de la iglesia comenzó a cantar, flojo al principio, pero el hombre parecía acostumbrado a liderar el coro. Su voz de barítono empezó a destacar del resto, hasta ahogar la voz del solista. La gente se volvió, admirada.
—Estuve perdido pero he encontrado…
Junto al dolor y la aflicción, Laurie sintió un helado terror. Esa voz. Resonaba en su cabeza, a través de todo su cuerpo.
Estoy perdida, gimió para sus adentros, estoy perdida.
Se disponían a llevarse los ataúdes.
Las ruedas de las andas que sostenían el féretro de su madre chirriaron.
Y Laurie oyó los mesurados pasos de los porteadores.
Y el teclear de una máquina de escribir.
—…estaba ciego pero ahora veo.
—¡No! ¡No! —exclamó Laurie antes de quedar sumida en una piadosa oscuridad.
*****
A la ceremonia habían asistido muchos compañeros de clase del «Clinton College», junto con una representación del claustro. Allan Grant, profesor de inglés, observó, desconcertado, el desmayo de Laurie.
Grant era uno de los profesores más populares del «Clinton». Acababa de cumplir cuarenta años, tenía el cabello espeso e indomable color castaño con algunas canas. Sus grandes ojos oscuros, que expresaban sentido del humor e inteligencia, eran los rasgos más destacables de su afilado rostro. El cuerpo desgarbado y la ropa deportiva completaban un aspecto que parecía irresistible a muchas de sus alumnas.
Grant mostraba un interés auténtico por todos ellos. ¡Laurie asistía a una de sus clases desde que la muchachita ingresó en «Clinton». El hombre conocía su historia y, desde el principio, sintió curiosidad por averiguar si observaba algún efecto secundario del secuestro. La única vez que descubrió algo fue en la clase de creación literaria, ya que Laurie era incapaz de escribir una autobiografía. Por otra parte, su crítica de libros, autores y obras teatrales era perspicaz y bien razonada.
Tres días atrás se hallaban en clase cuando le avisaron para que enviara a Laurie de inmediato a Dirección. Estaban a punto de terminar la clase y él, presintiendo algún problema, la había acompañado.
Mientras andaban a paso ligero por el campus, Laurie le comentó que sus padres iban a bajar hasta la Facultad para cambiarle el coche. Ella se había olvidado pasar la revisión de su descapotable y había ido a clase en el coche de su madre.
—Es probable que se retrasen —dijo, con el evidente deseo de tranquilizarse—. Mi madre dice que me inquieto demasiado por ellos. Pero ella no se encuentra bien de salud, y mi padre tiene ya setenta y dos años.
El decano les informó que se había producido un accidente múltiple en la autopista setenta y ocho.
Allan Grant acompañó a Laurie al hospital. Sarah estaba ya allí, con su mata de rojizo cabello enmarcando el rostro en el que resaltaban sus enormes ojos grises, llenos de pena. Grant se había encontrado con Sarah en algunos actos universitarios, y le había llamado la atención la protectora actitud de la joven ayudante del fiscal hacia su hermana menor.
Una mirada al rostro de Sarah bastó para que Laurie comprendiera que sus padres habían muerto.
—Ha sido culpa mía, yo he tenido la culpa —sollozó, una vez y otra.
No parecía oír la suplicante insistencia de Sarah de que no debía culparse por ello.
*****
Atónito, Grant vio al sacristán llevarse a Laurie en brazos, con Sarah a su lado. El organista tocaba el himno de fin del oficio y los porteadores, encabezados por el sacerdote, empezaron a avanzar lentamente por el pasillo. En la fila frente a él, Grant vio a un hombre que se abría paso hasta el extremo del banco.
—Perdonen, soy médico —decía en voz baja, aunque autoritaria.
Algo instintivo hizo que Allan Grant saliera al pasillo y lo siguiera hasta la pequeña sala, al lado del vestíbulo, donde habían llevado a Laurie. Estaba tendida sobre dos sillas y Sarah, blanca como un papel, se inclinaba hacia ella.
—Permita… —El médico rozó el brazo de Sarah.
Laurie se estremeció y gimió.
El doctor le levantó los párpados y le tomó el pulso.
—Está recuperando el conocimiento, pero deben llevarla a casa. No se halla en condiciones de ir al cementerio.
—Lo sé.
Allan observó cómo Sarah se esforzaba por mantener la compostura.
—Sarah —dijo.
Ella se volvió hacia él, y se sorprendió al verle.
—Sarah, deje que lleve a Laurie a casa. Yo me ocuparé de ella.
—Oh, ¿de verdad? —Durante un momento, la tensión y el dolor dieron paso a la gratitud—. Algunos vecinos se están ocupando de preparar la comida, pero Laurie confía mucho en usted. Me sentina más tranquila.
*****
Estuve perdido pero ahora he encontrado…
Una mano se le acercaba aferrando el cuchillo teñido de sangre, que silbaba en el aire. Tenía la camisa empapada de sangre, notaba el viscoso calor en el rostro. Algo caía a sus pies. El cuchillo se acercaba…
Laurie abrió los ojos. Se vio en la cama de su habitación a oscuras. ¿Qué había ocurrido?
Recordó. La iglesia. Los féretros. Los cánticos.
—¡Sarah! —chilló—. ¡Sarah!, ¿dónde estás?