Ridgewood, Nueve Jersey, Junio de 1974.
Diez minutos antes de que ocurriera, Laurie Kenyon, de cuatro años de edad, se encontraba sentada en el suelo de su habitación con las piernas cruzadas ordenando el mobiliario de su casa de muñecas. Estaba harta de jugar sola y quería ir a la piscina. Del comedor le llegaban las voces de mamá y de las señoras que habían sido sus compañeras de escuela en Nueva York. Charlaban y reían mientras almorzaban.
Mamá le había dicho que Sarah, su hermana mayor, había ido a una fiesta de cumpleaños con otras niñas de doce años; por ello, Beth, que algunas veces la cuidaba por la noche, vendría a casa para nadar con ella. Pero cuando Beth llegó, se puso a hablar por teléfono.
Laurie se apartó del rostro su larga melena rubia. Hacía rato que había subido a ponerse el bañador nuevo, color rosa. Quizá si se lo recordaba a Beth…
Ésta, acurrucada en el sofá, sostenía el auricular del teléfono entre el hombro y la oreja. Laurie le tiró del brazo.
—Ya estoy lista.
—Un minuto, cariño, estoy discutiendo de algo muy importante —dijo Beth, que parecía enfadada—. Odio hacer de niñera —oyó Laurie que susurraba al aparato.
Entonces, la niña se acercó a la ventana. Un gran automóvil pasaba lentamente. Le seguía otro, descubierto, lleno de flores y, tras él, más coches con los faros encendidos. Siempre que ella veía una comitiva parecida, comentaba que se acercaba un desfile; pero mamá decía que no, que aquello era un cortejo fúnebre camino del cementerio. Incluso así, a Laurie le recordaba un desfile, y le encantaba salir a la acera para saludar con la mano a los ocupantes de los coches. Algunas veces le devolvían el saludo.
Beth dejó el auricular en el soporte del teléfono. Laurie estaba a punto de preguntarle si podía salir para ver pasar a los coches cuando Beth volvió a descolgar el aparato.
«Beth es mala», se dijo Laurie. Salió de puntillas al vestíbulo y echó un vistazo al comedor. Mamá y sus amigas seguían hablando y riendo.
—¿Os dais cuenta de que nos graduamos en el «Villa» hace treinta años? —decía mamá.
—Bueno, Marie, al menos tú puedes mentir sobre ello —contestó la mujer sentada a su lado—. Tienes una hija de cuatro años. ¡Yo tengo una nieta de esa edad!
—Pero nos conservamos bastante bien —añadió otra señora, y todas volvieron a reír.
Ni siquiera se molestaron en mirar hacia Laurie. Eran malas también. La hermosa caja de música que una de ellas había regalado a su mamá estaba sobre la mesa y Laurie la cogió. Se encontraba a cuatro pasos de la puerta. La abrió sin hacer ruido, cruzó el umbral y corrió por la calzada saludando a los vehículos del desfile.
Los observó hasta perderlos de vista y luego suspiró, esperando que las visitas se marcharan pronto. Dio cuerda a la caja de música y escuchó el sonido de un piano y un coro de voces que cantaba:
—Al Este, al Oeste…
Laurie no había visto el coche que se acercaba y se detenía. Una mujer lo conducía. El hombre, sentado a su lado, bajó, y cogió en brazos a Laurie, la cual, antes de que se diera cuenta de lo que ocurría, se encontró comprimida entre los dos en el asiento delantero. Estaba demasiado atónita para decir nada. A pesar de que el hombre le sonreía, no se trataba de una sonrisa agradable. La mujer tenía el cabello largo e iba sin maquillar. El hombre lucía una poblada barba y tenía los brazos cubiertos de vello rizado. Laurie estaba tan pegada contra él que podía notar el roce de su cuerpo. El coche se puso en marcha. Laurie aferró la caja de música. El coro de voces cantaba: Por toda la ciudad… chicos y chicas juntos…
—¿A dónde vamos? —preguntó. Recordó que tenía prohibido salir a la calle sola. Mamá se enfadaría mucho. Entonces rompió a llorar.
La mujer parecía furiosa.
—A dar una vuelta, nena —dijo el hombre.