Connor Connelly salió del ascensor en la última planta del hospital. Desde el puesto de enfermería le indicaron que doblase a la izquierda y siguiera por un largo pasillo hasta la habitación 1106.
—Es la última habitación, la mejor de toda la planta y la más tranquila —dijo una enfermera en tono animado—. Acabo de ver a su hija. Antes estaba bastante inquieta, pero ahora duerme como un bebé.
—No la despertaré —prometió él—. Solo quiero verla.
Le complació lo lejos que estaba Kate del puesto de enfermería y el que le hubieran dicho que estaba dormida. Si la enfermera acababa de verla, era poco probable que regresara pronto. Poniendo cuidado en que no pareciera que tenía prisa, recorrió el pasillo hasta la 1106. La cabeza le iba a mil.
Quien lo había llamado el día anterior le había dicho que tenía una semana para pagar por un negocio fallido. Su única oportunidad de echar mano a los casi cuatro millones de dólares era el cobro de la póliza. Sabía que la compañía de seguros no cedería hasta que pudieran interrogar a Kate sobre lo que había ocurrido aquella noche.
Si Kate estaba muerta, nunca podrían demostrar que había tenido nada que ver con la explosión. Un buen abogado podría alegar que, cuando llamó a su viejo amigo Gus, como hacía a veces, él le tendió una trampa al pedirle que fuera al museo. Gus era quien tenía los conocimientos técnicos para provocar una detonación y estaba lo bastante resentido como para hacerlo.
El cobrador furioso es lo bastante listo como para saber que, si me persiguen, nunca recibirá el dinero. Si lo convenzo de que la compañía de seguros pagará la póliza en un par de meses, esperará pero seguirá subiéndome los intereses, se dijo.
¿Cómo hemos podido Jack y yo tener tan mala suerte como para programar esa tremenda explosión en el complejo y que coincidiese con la presencia de Gus y Kate allí en plena madrugada?
¿Y cómo ese escritorio antiguo al final ha resultado ser una falsificación? Llevaba cuarenta años en el museo. Lograron timar incluso a mi padre con esa pieza, pensó Connor. Y él siempre presumía de saber todo lo necesario sobre muebles antiguos.
Su mente cambiaba de un tema a otro; su respiración era entrecortada y superficial. Saludó con un gesto a un paciente que salía de su habitación y que lo miró fijamente cuando pasó junto a él.
Lo tenía todo muy bien planeado, pensó, asombrado de que todo hubiera salido tan mal. Hace cinco años, cuando le dije a Jack que sería el jefe de fábrica, le confié todo mi plan. Era muy sencillo. Durante cinco o seis años retiraríamos, uno a uno, los muebles valiosos del museo y los sustituiríamos por imitaciones. Lo haríamos hasta que quedasen suficientes piezas auténticas para que los peritos del seguro las encontraran entre los escombros del fuego que provocaríamos.
—De esta forma ganaremos millones vendiendo las antigüedades a compradores privados —había dicho a Jack—. Hay un montón de personas en China y Sudamérica que pagarán grandes sumas en efectivo por los originales y no preguntarán a qué colección pertenecen. En nuestros archivos constará que esos originales están en el museo. Así, en el momento en que se produzca el incendio, la compañía de seguros podrá comprobar la información.
Le prometí a Jack un diez por ciento de cada venta. Y saltó sobre la presa.
Por eso tuvimos que jubilar a Gus. Hubiera identificado una imitación en el museo con los ojos cerrados.
Durante cinco años se dedicaron a retirar los valiosos originales por la noche y los reemplazaron por imitaciones que, para un ojo desentrenado, eran imposibles de distinguir de los muebles auténticos. Para Jack fue fácil manipular la documentación y reflejar el stock del almacén.
Yo me he pulido todo el dinero que gané, pensó Connor. Seguro que Jack tiene gran parte del suyo en algún paraíso fiscal.
Siempre se reunían después de la medianoche. Tras sustituir el mueble de turno, Jack conducía la furgoneta donde transportaban la antigüedad y se la entregaba al intermediario de Connecticut que trabajaba para el vendedor final. Fuimos con cuidado, se dijo Connor cuando ya estaba a punto de llegar al final del pasillo. Hacíamos una venta solo cada tres o cuatro meses.
Ese vagabundo que metió las narices esa noche en el aparcamiento… En las noticias han dicho que admitió haber estado dentro de la furgoneta cuando la universitaria intentó hablar con él. Reconoció haberla golpeado y luego haberla oído gritar pidiendo ayuda. Todos creen que él la mató.
Connor puso la mano en la puerta de la habitación de Kate, que estaba entrecerrada. Recordó el momento en que Jamie Gordon apareció corriendo por el aparcamiento a las tres de la madrugada y los vio sacando una mesa antigua del museo. La chica se sujetaba la barbilla. Estaba sangrando. Gritaba: «¡Socorro! ¡Socorro!». Y nos suplicó que llamáramos a la policía. Yo la agarré por la bufanda y se la retorcí. Me di cuenta de que a Jack le entró el pánico, pero no tenía otra salida. Esa chica estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Ese fue su problema. Se encontraba en mi propiedad. Jack estaba hecho un manojo de nervios, pero le dije que se calmara. Le hice envolver el cadáver y meterlo en la furgoneta. Lo tiró al río de camino a la entrega del mueble.
El inspector dijo que Jack había colaborado. ¿Habrá dicho a la poli que yo maté a Jamie Gordon? ¿Cómo lo haría sin mancharse él mismo las manos? Ese poli iba de farol. Jack es demasiado listo. Sabe que no tienen pruebas de lo que hice.
Si Kate muere, nadie sabrá jamás que no soy el verdadero Douglas Connelly.
No podrán probar nada en mi contra. Tracey Sloane fue lo bastante tonta como para escribirme una nota de condolencias después del accidente y preguntarme si me había lesionado la mano. La nota decía que había visto una foto mía en el entierro, publicada en prensa, y se había fijado en que tenía el puño cerrado, como hacía Connor. Me explicó que en una ocasión, mientras servía su mesa en el Tommy’s Bistro, Connor le contó que lo del puño cerrado era un tic nervioso que le había quedado después de lesionarse la mano porque su padre había insistido en que la flexionara para fortalecerla.
Era cuestión de tiempo que se diera cuenta de la verdad o le hablara a alguien de lo de mi mano y esa persona se imaginase lo que realmente había ocurrido. No podía correr ese riesgo. Tenía que deshacerme de ella. Esa noche Tracey creyó que mi afligido hermano Douglas la llevaría a casa. Mi gran error fue aprovechar que estaban ampliando y pavimentando el aparcamiento. Esa noche fue fácil enterrarla con toda la tierra que había. No imaginé que después de todos estos años se formaría un socavón justo en ese lugar, pensó Connor.
Con cuidado para no hacer ruido, entró en la habitación de Kate. Luego cerró la puerta con sigilo. Había un pequeño recibidor. Totalmente en silencio, dio unos pasos y observó el lugar donde se encontraba. La habitación tenía una zona de asientos con un sofá y unas butacas. Se dio cuenta de que había muy poca luz porque las persianas estaban echadas. Kate estaba tumbada en la cama, inmóvil. Tenía una sonda en el brazo derecho, y había una especie de monitor en el otro lado.
Tendría que actuar deprisa. Sabía que, cuando ella dejase de respirar, aparecerían una docena de enfermeras. Ahogarla no funcionaría. La única forma de hacerlo sería que se tomara los potentes somníferos que Connor llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Cuando los monitores reaccionaran, sería demasiado tarde para que la reanimaran. Si moría durmiendo, podrían achacarlo a la lesión cerebral o a un error en la medicación.
Sabrán que yo estaba aquí. Su querido padre. Me aseguraré de despedirme cuando me marche. Les diré que Kate seguía durmiendo y volveré a darles las gracias por cuidarla tan bien.
Seré solo una de las muchas personas que entren hoy en esta habitación. A lo mejor creen que ha sido una de esas enfermeras tipo «ángel de la muerte».
Connor se acercó a la cama. Se metió la mano en el bolsillo y abrió el bote de somníferos. Cuando se dio cuenta de que le costaría tragar las pastillas, las machacó y las puso en un vaso de agua que había en la mesilla de noche. Esperó a que se disolvieran y luego colocó una mano en la nuca de Kate y le levantó la cabeza varios centímetros.
—La hora de la medicina, mi pequeña —susurró.
Ella abrió los ojos y gimió, sabía que iba a hacerle daño.
—Dime una vez más lo que tenías prohibido repetir.
Ella no movió los labios, y él habló con brusquedad:
—Te he dicho que lo digas.
—Tú no eres mi padre —susurró ella en tono desafiante.
—¿Por qué crees que le di un puñetazo a ese espejo aquella noche, pequeña? Tenía que asegurarme de que iba a tener la mano enyesada durante un tiempo para que, si la flexionaba, hubiera un motivo. Me dolió mucho, pero funcionó y pude volver a tener el tic.
Connor levantó el vaso.
—Ahora bébete esto. No te dolerá. Te matará… Si no te lo bebes, mataré a Hannah. Eso no te gustaría, Kate, ¿verdad?
Aterrorizada, empezó a abrir la boca. Pero mientras él dirigía el vaso hacia sus labios, su expresión cambió. Estaba mirando más allá de Connor.
—¡Lo he oído todo! —gritó Hannah—. ¡Lo he oído todo!
Cuando él volvió la cabeza, se dio cuenta de que la tenía justo detrás. Antes de que él pudiera reaccionar, ella intentó alcanzar el vaso. Aunque sabía que todo había terminado, Connor siguió obligando a Kate a tragar los somníferos, pero ella apretó los labios, volvió la cabeza, y el agua se derramó en su cuello y las sábanas.
Connor dio media vuelta para atacar a Hannah y le rodeó el cuello con las manos, pero Kate se incorporó como pudo y presionó el botón de emergencias, oculto bajo un pliegue de las mantas.
Cuando la enfermera respondió por el intercomunicador, Kate consiguió pronunciar unas palabras. Aunque resultara espeluznante, eran casi las mismas que pronunció Jamie Gordon antes de morir.
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
Quince segundos después, un enfermero fornido entró corriendo y encontró a Hannah, ya muy débil, luchando por conseguir zafarse de las manos estranguladoras de Connor.
Al instante apartó a Connor de la chica y lo tiró al suelo. Mientras Connor seguía resistiéndose con violencia, llegaron más enfermeros a la habitación. Hicieron falta tres para reducirlo.
Una de las enfermeras atendió a Hannah, que intentaba levantarse a toda costa.
—¿Kate está bien? —Preguntó entre sollozos—. ¿Le ha hecho daño?
—No. Está bien. Preocúpese por usted —dijo la enfermera mientras la ayudaba a levantarse.
Kate estiró los brazos, y Hannah se dejó caer en la cama, junto a su hermana.