Hannah no sabía por qué se sentía tan incómoda. Justin la había llamado el viernes al mediodía.
—¿Cómo están tu padre y tu hermana?
—He visto a Kate esta mañana. Estaba inquieta, pero van a trasladarla a una habitación privada hoy, así que es evidente que está mejor. Eso es maravilloso.
—Hannah, pareces preocupada. ¿Cómo está tu padre?
—Me ha llamado hace una hora. Detesto decir esto, pero creo que está tan preocupado por el hecho de que Kate admita que Gus y ella provocaron la explosión que no le alivia el hecho de que su hija, mi hermana, vaya a recuperarse. En su caso, todo parece estar relacionado siempre con el dinero, y siempre será así.
—¿Cuándo volverás a ver a Kate?
—Todos los días paso por allí de camino al trabajo.
Después de que se despidiera de ella a regañadientes, Justin pensó si enviar flores a Kate, ya que iba a estar en una habitación privada. Pero entonces se le ocurrió una idea mejor. Cuando esté un poco mejor, le llevaré la bromelia a su habitación, se dijo. Satisfecho, volvió al archivador que tenía sobre el escritorio.
Allí tenía los documentos que había preparado para la estrategia inversora de una viuda que no tenía ni la más remota idea de cómo gestionar su considerable patrimonio. «Me limitaba a comprar cuanto quería con mi American Express —había dicho a Justin—, y mi marido, Bob, pagaba todas las facturas».
Bob ganaba una pasta, pensó Justin, y también gastaba mucho, pero era su dinero, estaba en su derecho.
Volvió a pensar en Hannah. Por lo que me cuenta, su padre ha vivido por encima de sus posibilidades durante mucho tiempo. No me extraña que esté preocupado porque le denieguen el pago de la póliza. Según me ha dicho ella, los muebles antiguos del museo estaban asegurados por casi veinte millones de dólares. Es un montón bárbaro de dinero para dejar que se te escape de las manos.