Cuando Doug y Sandra volvieron al piso, la luz del contestador del teléfono fijo parpadeaba.
—Voy a ver quién ha llamado, Dougie —dijo Sandra.
Él le agarró el brazo.
—Me gusta consultar mis mensajes.
—Dougie, me haces daño. Me saldrá un cardenal. Me pasa con facilidad. Bueno, pues escucha tú el contestador. —Se alejó taconeando con un staccato furioso sobre el suelo de mármol y cruzó el pasillo a toda prisa en dirección a la habitación—. ¡Y pienso recoger mis cosas e irme a casa! —gritó—. ¡Ya estoy harta de aguantar tu malhumor por hoy!
Pues vete y que te den, pensó Doug. Presionó el botón de encendido del contestador. Era quien temía. La voz hablaba con demasiada simpatía.
—Doug, en cuanto a la conversación que hemos tenido antes, creo que te has pasado un poco con tus comentarios. Espero que me pagues como te indiqué. He comprobado algunas cosas. Hace unos meses me dijiste que te habían hecho una oferta por la propiedad y me comentaste de quién se trataba. Me dijiste la verdad, y eso está bien. Me diste los detalles importantes, incluido lo del pago por adelantado que estaban dispuestos a realizar. Pero ahora hay un problema. Compraron otra nave en Long Island City hace un mes, así que ya no necesitan tu propiedad. —Hubo una pausa—. Para que lo sepas —proseguía el mensaje—, también entiendo que quizá no puedas cobrar el dinero de la póliza. Eso es una verdadera pena. Quiero ser claro contigo: estoy dispuesto a darte una semana más para reunir lo que me debes. Todo. Una semana y nada más.
El clic resonó en su oído como un disparo. Oyó a Sandra regresar por el pasillo. Esta vez su actitud era distinta.
—Dougie, lo siento. Ya sé lo preocupado que estás. Llama a Bernard, dile que nos lleve a Westchester y comemos en alguna pensión agradable en esa zona.
—No puedo hacerlo —dijo Doug en un tono comedido y tranquilo—. En cuanto Kate esté instalada en su habitación privada, iré al hospital a verla. —Miró a Sandra—. Y voy a ir solo.