A las siete de la mañana del jueves, después de ser interrogado durante toda la noche en la oficina del fiscal de Manhattan, dijeron a Jack Worth que podía marcharse. Cuando llegaron a su casa el día anterior, le leyeron sus derechos. Al principio dijo a los inspectores que no necesitaba un abogado y que estaría encantado de colaborar. Tras el impacto inicial de que se lo llevaran para interrogarlo, decidió que tenía una historia muy clara, sin lagunas, y que buscar un abogado a la desesperada lo haría parecer culpable.
Una vez y otra, a medida que pasaban las horas, respondió a las preguntas cada vez más insistentes de los inspectores.
—Cuando fue al complejo esta mañana, por la razón que sea, a primerísima hora, miró dentro del socavón y vio a esa chica que llevaba su medallón, ¿por qué salió corriendo? ¿Por qué no llamó al teléfono de emergencias?
—Nunca he olvidado el intenso interrogatorio al que me sometieron hace veintiocho años solo porque compré aquel maldito medallón de ocho dólares a Tracey con su nombre e intenté regalárselo —dijo—. Ella no lo aceptó pero le gustaba y me lo compró. Nunca salimos juntos. Nunca la vi llevando el collar. Me asusté porque sabía lo que pensarían ustedes. Vamos. Sométanme al detector de mentiras. No estoy preocupado.
La actitud de Jack cambió cuando empezaron a interrogarlo sobre Jamie Gordon.
—He leído algo sobre esa pobre chica. Están diciéndome que hace dos años estuvo en la furgoneta del aparcamiento entre la medianoche y las seis de la mañana, ¡y me preguntan si sé algo sobre eso! Yo era el jefe de fábrica, no el vigilante nocturno. Escuchen, he intentado seguirles el ritmo, chicos, pero ahora estoy cansado y voy a marcharme. —Se levantó—. ¿Alguien va a impedírmelo? ¿Estoy detenido?
—No, eres libre de irte, Jack —le dijeron—. Puede que queramos hablar contigo de nuevo, pero ahora puedes marcharte.
Un aterrorizado Jack Worth, convencido de que volvería a saber de los inspectores, salió a toda prisa de la sala.