El jueves por la mañana, Hannah se pasó por el hospital a las ocho, de camino al trabajo. Se había convertido en parte de su rutina empezar la jornada sentándose junto a la cama de Kate para hablar con ella, con la esperanza y la fe de que la escuchara.
Recordó el libro que había leído de un neurocirujano que había estado en coma profundo pero que oía todo cuanto ocurría a su alrededor.
A lo mejor a Kate le pasa lo mismo, pensó mientras tomaba una mano de su hermana entre las suyas. Le contó que la noche anterior Justin Kramer había comprado la cena en Shun Lee West y la había llevado a su casa, y que la bromelia que él le había regalado estaba floreciendo.
—Tiene algo especial, Kate —dijo—. Me gusta mucho. Antes de conocerlo, me comentó que te había regalado la planta como detalle de bienvenida.
Entonces, mientras hablaba, Kate le apretó débilmente la mano durante un breve instante.
Cuando el doctor Patel entró a visitar a Kate, y Hannah le contó lo ocurrido, él dijo:
—No me sorprende. Desde que la fiebre remitió, Kate está realizando progresos increíbles. La inflamación del cerebro ha desaparecido por completo. Ya no hay rastro de la hemorragia. Poco a poco iremos retirándole la sedación; empezaremos a partir de hoy. Si va todo bien, mañana, o el sábado como muy tarde, estará en planta. Tengo grandes esperanzas de que recupere la conciencia. Aunque no recuerde el pasado más inmediato, y con eso me refiero a la explosión. Creo que conseguirá recuperarse del todo.
Mientras el médico hablaba, Kate volvió a apretar la mano a Hannah.
—¡Doctor, Kate intenta decirme que sabe que estoy aquí! —exclamó Hannah.
—Seguro que sí.
—Ahora tengo que irme a trabajar, pero no podría haberme dado mejores noticias. Gracias. ¡Muchas gracias!
Kate intentó mover los labios. «Hannah, quédate conmigo, por favor —quería decir—. No paro de tener esa pesadilla. No quiero tenerla más. No quiero estar sola».