Cuando Doug recibió la llamada el miércoles por la noche en la que le informaron de que habían encontrado unos restos óseos en el socavón y que los jefes de bomberos iban hacia su piso para interrogarlo, dijo a Sandra que se fuera a su casa.
—Me has ayudado mucho, pero ahora necesito estar solo. Llama a alguna de tus amigas y salid a cenar. Mañana ve a la peluquería o haz algo así. Luego vuelve. No quiero…
Se calló. Lo que había estado a punto de decirle era que no quería que actuara como la señora de la casa ni que metiese baza cuando él hablara con los jefes de bomberos ni que corriera a contestar al teléfono cada vez que sonaba.
Sandra lo había bombardeado con preguntas después de la llamada que ella había descrito como la de un tío que estaba «furioso por algo». Él le había explicado por qué se había alterado tanto.
—Era un asesor de Bolsa que perdió mucho dinero. Yo lo animé a que sus clientes invirtieran en un nuevo fondo de cobertura, pero el tío que lo llevaba resultó ser un desastre. Sus clientes han perdido la inversión y ahora me culpa a mí.
—Eso no me parece bien, Dougie —dijo Sandra, indignada—. Bueno, puede que hayas sido tú el que le haya aconsejado invertir en algo, pero las inversiones son como el juego. Me lo explicó mi padre. Siempre me decía que, si pones unos dólares en el banco durante una semana, te sorprendería cómo crece tu capital, y siempre insistía en que uno se siente más seguro cuando tiene un colchón económico.
—Tu padre es un hombre muy listo —dijo Doug Connelly con amargura, cuando por fin logró que Sandra se levantara y la acompañó hasta la puerta.
Bernard, quien había estado esperando por si tenía que llevarlos a cenar al SoHo North, la llevaría a su piso.
Doug se fue directamente a la biblioteca y se sirvió un whisky doble. Luego pensó en que los bomberos seguramente habrían llamado a Jack Worth. Entonces cogió el teléfono para ponerse en contacto con su jefe de fábrica, pero este no respondió al móvil.
Recordó que Jack lo había llamado hacía un par de horas, pero él había decidido ignorar la llamada.
Pasados treinta y cinco minutos, llegaron los jefes de bomberos Ramsey y Klein. Durante el camino habían hablado sobre la estrategia que seguirían en la conversación con Douglas Connelly. Estaban casi seguros de que diría que no sabía nada sobre Tracey Sloane ni sobre cómo había acabado su cuerpo bajo el pavimento del aparcamiento.
También estaban de acuerdo en que Jack Worth era una persona algo más que interesante. En ese momento los inspectores de la oficina del fiscal de Manhattan estaban interrogándolo.
—Creo que con Douglas Connelly no vamos a sacar nada —dijo Ramsey mientras aparcaba en un sitio donde no se podía y bajaba la visera del conductor para que se viera el cartel de «Asunto oficial del Departamento de Bomberos».
El portero les dijo que el señor Connelly los esperaba y que le avisaría de que habían llegado. Mientras subían en el ascensor, Klein preguntó:
—¿Qué posibilidades hay de que su amiga todavía esté por aquí?
—Del cincuenta por ciento —respondió Ramsey—. Yo me volvería loco, pero parece que él es el tipo de tío al que le gusta tener cerca a una chica treinta y cinco años más joven.
Douglas Connelly estaba esperándolos dando la espalda a la puerta principal, que había dejado abierta. Los jefes percibieron el tufo a alcohol y vieron su mirada vidriosa. Tal como esperaban, los llevó directamente a la biblioteca; un vaso medio lleno de whisky descansaba en la mesita junto a su asiento.
Cuando ambos declinaron su ofrecimiento de un vaso de agua o algo más fuerte, Frank se fijó en las estanterías que cubrían las paredes. Pensó fugazmente que los libros parecían todos conjuntados, como esos volúmenes de ediciones antiguas con filetes dorados en el borde de las páginas y con ilustraciones. Se preguntó si Connelly se habría tomado alguna vez la molestia de abrirlos. Y lo siguiente que se preguntó fue si los libros, como todo lo que había en aquel piso, serían también imitaciones de los originales.
Tras hacerles un gesto para que se sentaran, Connelly inició la conversación.
—No sé ni cómo decirles lo impresionado que me ha dejado su llamada. ¿Tienen idea de a quién pertenecen esos restos o cuánto tiempo llevan allí?
—Creemos conocer la identidad de la persona; de hecho, se trata de una joven —dijo Ramsey—. ¿Le suena el nombre de Tracey Sloane, señor Connelly?
Los jefes de bomberos se quedaron mirándolo mientras él, concentrado, fruncía el ceño.
—Me temo que no —respondió con firmeza—. ¿Quién era?
—Una joven de veintidós años, aspirante a actriz de teatro, que desapareció cuando iba del trabajo a su casa hace casi veintiocho años.
—¿Hace casi veintiocho años? ¿Creen que lleva enterrada en nuestro aparcamiento todo ese tiempo?
—No lo sabemos —contestó Frank—. Pero ¿de verdad no recuerda haberla conocido?
—Hace veintiocho años, yo era un hombre felizmente casado y padre de dos niñas pequeñas. —El tono de Douglas Connelly se tornó gélido—. ¿Están insinuando de algún modo que tenía alguna relación con la joven en esa época?
—No, claro que no.
—¿Cuándo desapareció exactamente?
—El 30 de noviembre se cumplirán veintiocho años.
—Un momento. El horrible accidente de barco que se cobró la vida de mi esposa, mi hermano y mis cuatro mejores amigos fue el 3 de noviembre de ese año. Yo estuve en el hospital hasta el 24 de noviembre. ¿Se atreven a sugerir que una semana después, cuando todavía estaba recuperándome de terribles lesiones, estuve implicado de algún modo en…?
Ramsey lo interrumpió.
—Señor Connelly, no estamos sugiriendo nada. Estamos aquí porque se han encontrado los restos óseos de esa joven en su propiedad.
—¿Trabajaba Jack Worth en el complejo en esa época? —preguntó Nathan Klein.
—Supongo que si les interesa Jack Worth, ya sabrán que lleva trabajando con nuestra familia desde hace más de treinta años.
—¿Eran amigos por aquel entonces? —inquirió Klein.
—Jack empezó como ayudante de contable. Yo era el hijo del dueño y no tenía ningún motivo para confraternizar con él. Fue ascendiendo en la empresa hasta que el jefe de fábrica que habíamos tenido siempre, Russ Link, se jubiló. Entonces Jack había demostrado estar capacitado para encargarse del día a día de la empresa, y lo puse al frente. Eso fue hace cinco años.
—Entonces ¿su relación siempre ha sido de trabajo? —insistió Klein.
—Principalmente. En los últimos cinco años, fuera de las horas de trabajo, hemos cenado juntos alguna vez. Como a mí, a Jack le preocupa que el mercado de antigüedades de imitación no tenga un futuro muy prometedor. Es una realidad que ambos reconocemos. La solución es cerrar la fábrica y vender la propiedad, pero no a precio de saldo. He estado esperando a que me hagan una oferta apropiada.
—Aparte de su relación laboral, ¿qué opinión le merece Jack Worth? —preguntó Ramsey a bocajarro.
—Tanto antes como después de su divorcio hace algunos años, todo el mundo sabía que Jack era un mujeriego. De hecho, sé que mi padre, poco antes de morir, le había llamado la atención por ser demasiado atento con una secretaria de la junta ejecutiva, una joven que estaba casada. Ella dijo a mi padre que Jack no dejaba de insistir en invitarla a una copa después del trabajo. Al parecer, ser rechazado, incluso por una mujer que estaba felizmente casada, era un insulto y un desafío personal para él.
Los jefes de bomberos se levantaron.
—Señor Connelly, ha sido usted de gran ayuda —dijo Frank Ramsey—. No lo molestaremos más por esta noche.
—No es ninguna molestia —respondió Douglas Connelly mientras él también se ponía en pie—. Aunque ¿me permiten preguntar qué interés tienen en Jack Worth? ¿Conocía él a la chica cuyos restos han encontrado hoy?
Ninguno de los inspectores le contestó. Con un correcto «Buenas noches, señor», se marcharon del piso. A esas alturas, ni Ramsey ni Klein iban a decirle que Jack Worth estaba siendo bombardeado con preguntas sobre Tracey Sloane en la oficina del fiscal de Manhattan.
Preguntas a las que, según se enterarían después, respondió una y otra vez con las mismas trece palabras: «Yo no maté a Tracey Sloane y no la enterré en ese aparcamiento».