Cuando Frank Ramsey y Nathan Klein llegaron a la fábrica de los Connelly el miércoles por la tarde, se enteraron de que los inspectores que acababan de interrogar a Harry Simon iban de camino al mismo lugar. Yo también habría salido disparado si hubiera tenido un caso abierto durante casi veintiocho años, pensó Frank.
El aparcamiento, ahora oficialmente el escenario de un crimen, era un hervidero de actividad.
El equipo de limpieza había recibido órdenes de permanecer en el complejo, y José Fernández, el joven trabajador que había encontrado los restos óseos, estaba siendo interrogado en la unidad móvil de la policía. Su versión era clara y contaba con el respaldo de su jefe.
—Anoche estaba bastante oscuro cuando pusimos los postes alrededor del socavón. No se veía qué había dentro, y en cualquier caso había sido un día muy largo. Esta mañana Sal, el jefe, decidió que repararíamos el agujero más tarde porque nuestro trabajo era deshacernos de los escombros lo antes posible.
En ese momento José decidió contar algo sobre su interés por los hallazgos arqueológicos. Quién sabe si uno de los inspectores tiene una hermana que es directora de un colegio y necesita un sustituto, pensó. Mencionó que tenía un máster y luego añadió:
—Por eso tenía curiosidad por ver qué había ahí dentro. Sal me dijo que me diera prisa, que era él quien me llevaba de vuelta al garaje en coche. Crucé corriendo el aparcamiento hasta el socavón, miré abajo y…
Entonces se encogió de hombros. El nítido recuerdo del esqueleto retorcido y la larga melena rubia asomando por el cráneo lo obsesionaría durante mucho tiempo.
José y el resto de los miembros del equipo de limpieza no tardaron en ser descartados como posibles sospechosos. Revisaron sus identificaciones, los nombres, las direcciones, tomaron nota de sus teléfonos y se les permitió marcharse.
* * *
Frank y Nathan sabían que no participarían en la investigación de los restos de Tracey Sloane. Aunque iba a realizarse una autopsia, no tenían ninguna duda de que se trataba de ella. Se ocuparía del caso la oficina del fiscal general de Manhattan, donde la investigación había permanecido en punto muerto durante todos esos años. Pero ambos se quedaron ahí hasta que su jefe, el supervisor Tim Fleming, llegó y charló con ellos y con los inspectores de la oficina del fiscal.
En una tensa reunión en la unidad móvil de la policía, todos estuvieron de acuerdo en que no era conveniente hacer público el hecho de que el cuaderno de Jamie Gordon había sido localizado en la furgoneta accidentada y que el ya fallecido vagabundo Clyde Hotchkiss había admitido haberla golpeado pero no haberla matado.
Todos estaban pensando lo mismo. Hotchkiss había vivido en la calle durante cuarenta años. ¿Era posible que rondara por el complejo hacía veintiocho años? De ser así, ¿podría ser el culpable de los asesinatos tanto de Jamie como de Tracey?
Pasaron al asunto de que, en la grabación del interrogatorio de veintiocho años atrás, Jack Worth afirmaba que había intentado regalar el collar a Tracey pero ella lo había rechazado y se lo había comprado meses antes de morir. En esa época Jack había admitido que se sintió herido y decepcionado. Pero juró no haberla matado. Iban a interrogarlo otra vez.
—Así que tenemos al jefe de fábrica que trabajaba aquí cuando Tracey desapareció y que pudo ofenderse cuando ella rechazó un regalo que le había costado ocho dólares. Tenemos a un vagabundo muerto que reconoce que Jamie Gordon estuvo en la furgoneta con él y que quizá estuvo rondando por aquí hace veintiocho años. Y tenemos a un asesino que trabajaba con Tracey y que no puede justificar dónde estuvo durante dieciocho minutos la noche que desapareció la chica —dijo uno de los inspectores a modo de resumen.
Frank Ramsey y Nathan Klein podrían haberse marchado a casa en ese momento, pero, por acuerdo tácito, se quedaron y observaron con seriedad el socavón mientras lo fotografiaban y lo registraban en busca de cualquier pista que pudiera determinar si había sido el lugar donde Tracey había muerto.
Ya eran casi las diez de la noche cuando los restos óseos fueron elevados y colocados con sumo cuidado en una camilla. Unos focos iluminaban la tétrica escena.
Jirones de tejido azul oscuro, que otrora formaron parte de unos pantalones holgados, y restos de lana de color marfil, que habían conformado el entramado de un jersey, cayeron en el borde del socavón cuando sacaron a Tracey Sloane del agujero donde había estado oculta durante más años de los que había vivido.