Después de darse cuenta de que seguramente Hannah se había llevado las joyas de Kate, Douglas Connelly durmió muy mal el martes por la noche y se despertó con dolor de cabeza. Sandra se había colado en su piso a primera hora, y su presencia le resultaba molesta, aunque conveniente. Hablaba demasiado. No dejaba de sacudir su melena rubia platino, que movía de delante hacia atrás por encima de los hombros. Luego inclinaba la cabeza hacia delante para que el pelo le tapara la cara. Después alzaba el rostro y el cabello se dividía en dos, como el mar Rojo, y miraba a Doug parpadeando con gesto seductor.
Deben de tener una academia de seducción en Dakota del Norte, o de donde narices sea, pensó Doug, y esta era una de las lecciones para coquetear con discreción. Con la discreción de un tractor arando en Central Park.
Pero, por extraño que pareciera, Sandra sabía cocinar. Había dicho que él necesitaba un desayuno potente y que ella lo prepararía. Otras mañanas, cuando se quedaba a pasar la noche, solían llamar al servicio de habitaciones, gestionado por el restaurante del edificio. Los huevos escalfados llegaban prácticamente fríos, la tostada estaba quemada y, aunque cobraban carísimo, nunca conseguían servir el café caliente.
El miércoles por la mañana, con Miss Universo en la cocina, el zumo de naranja estaba fresco; los huevos, perfectamente escalfados; las tiras de beicon, crujientes y al punto, y la tostada tenía un uniforme tono dorado. Además, Sandra había cortado un pomelo y naranjas y peras que había encontrado en la nevera y lo había dispuesto todo en una bandeja para que Doug picara algo de fruta.
El servicio diario del edificio se encargaba de la limpieza del piso. Entraban a la una en punto, de ese modo, si Doug se levantaba tarde o tenía alguna visita, no lo molestaban con el ruido de la aspiradora taladrándole los oídos. Bernard, el chófer, se ocupaba de cargar la nevera con lo necesario y reponía las botellas del mueble bar. Si Doug ofrecía un cóctel o daba una fiesta, con una llamada a Glorious Foods, la empresa de catering de lujo, estaba todo arreglado.
Pero después de desayunar, casi por obra de un milagro, Sandra recogió la cocina y Doug deseó que se largara. Necesitaba pensar. Pero fue ella quien preguntó:
—Doug, ¿ayer fuiste a ver a Kate?
—No, me dijeron que estaba descansando después de que le bajara la fiebre.
—Creo que deberías ir esta mañana, y yo iré contigo. No olvides que la conocí y me gustaría rezar una oración por ella.
Mientras se alejaba de la mesa del desayuno, Doug había pensado que eso haría estallar la Tercera Guerra Mundial con Hannah.
Sin embargo, una hora después, Sandra y él estaban hablando con el doctor Patel.
—Kate está inquieta —informó el médico—. Lo tomo como una muy buena señal. Quiero pensar que está luchando por volver, que ya no quiere estar sedada. El cerebro está desinflamándose. Debo advertirles de que, hasta que no retiremos la sedación por completo, no sabremos qué grado de lesión cerebral ha sufrido. Tampoco sería raro que no tuviera ningún recuerdo de lo que ocurrió inmediatamente antes del accidente.
—¿Podemos verla ahora, doctor? —preguntó Sandra.
Doug se molestó al darse cuenta de que Sandra se daba ciertos aires, como si fuera la portavoz de la familia Connelly. Le puso una mano en el brazo para retenerla.
—Yo estoy impaciente por ver a mi hija —dijo haciendo énfasis en la primera persona.
—¿No irás a negarme el derecho a rezarle una oración?
A Doug no le hacía gracia que el doctor Patel fuera testigo de aquel intercambio. No le gustó el hecho de que, cuando Sandra se quitó el abrigo, no llevara más que un jersey corto, más apropiado para un club nocturno del barrio de Meatpacking District. Había estado demasiado absorto en sus pensamientos como para darse cuenta antes.
Aunque, por suerte, el doctor Patel le había dicho que Hannah ya había pasado por allí esa mañana. Casi seguro que no volvería en los próximos diez minutos. Él no iba a contarle que Sandra había entrado a visitar a Kate.
—Vamos —dijo a Sandra con brusquedad.
Kate estaba moviéndose, pero tenía los ojos cerrados. Doug la cogió de la mano.
—Pequeña, soy papá. Te quiero mucho. Tienes que ponerte bien por mí y por Hannah. Puedes hacerlo. Te necesitamos.
Le cayeron lágrimas de los ojos.
Al otro lado de la cama, Sandra pasaba una mano con suavidad sobre el vendaje de la frente de Kate.
—Kate, soy Sandra. Estuvimos cenando juntas la noche del accidente. Me pareciste muy guapa y muy lista, y lo eres. Y volverás a serlo. Y quiero ser tu mejor amiga. Si te metes en líos, allí estaré para ayudarte.
—Ya está bien, Sandra —la interrumpió Doug susurrando con enojo.
—Vale, voy a rezar una oración. —Sandra cerró los ojos y miró hacia arriba—. Hermosa Kate, que Dios te bendiga y que te cures. Amén.
Kate, que no se podía comunicar con ellos, lo había oído todo. Cuando volvió a dormirse, le vino una idea muy clara a la cabeza: una tía mona y tonta.
* * *
Doug había albergado la esperanza de que Sandra quisiera consultar su correo electrónico o fuera a cenar con sus amigas esa noche, pero volvió a subir al Bentley y dijo a Bernard:
—Vamos a casa, Bernard. Pero haré una reserva para esta noche en el SoHo North, así que tendrás que recogernos a las ocho y media. Nuestro muchacho tiene que salir. Está aguantando mucho, y no es justo.
Doug había estado a punto de comentar a Sandra que estaba empezándole un fuerte dolor de cabeza y que necesitaba tumbarse en una habitación a oscuras y en silencio. Quería decir a Bernard que la llevara a su casa enseguida. Pero, una vez más, la idea de estar completamente solo toda la noche no le atraía. Le apetecía más cenar con una buena copa de vino en el mismo comedor que los famosos que frecuentaban el SoHo North.
—Me parece un buen plan —dijo intentando parecer animado.
* * *
A las seis y veinte sonó el teléfono. Sandra acababa de preparar un whisky para Doug y un martini con licor de manzana para ella. Corrió al teléfono y miró el identificador de llamadas.
—Es Jack Worth —dijo.
—Déjalo sonar. No me apetece hablar con él.
Pasados diez minutos, el teléfono volvió a sonar.
—No sale el número —informó Sandra tras cruzar la biblioteca corriendo con la copa de martini en la mano para mirar el teléfono fijo del escritorio.
—Déjalo. No, espera, lo cogeré. —Doug recordó de pronto que alguien más podría llamarlo.
—Residencia de los Connelly —respondió Sandra en un tono que era su idea de la sirvienta ideal o la perfecta secretaria contestando el teléfono.
—Pásame a Doug Connelly —le dijo una voz grave y enojada.
—¿Quién lo llama, por favor?
—He dicho que me lo pases.
Sandra tapó el auricular con la mano.
—Creo que es una especie de chalado. No quiere decirme quién es y está furioso por algo.
Sin saber qué esperar, pero repentinamente nervioso, Doug se levantó y cruzó a toda prisa la sala.
—Aquí Douglas Connelly —dijo al coger el aparato.
—¿Sabías con quién estabas jugando cuando me diste el cambiazo?
Doug reconoció la voz, pero se sintió abrumado por la pregunta.
—Creías que te saldrías con la tuya con un truco tan tonto como ese, ¿a que sí, estúpido idiota? Pues no. Quiero cuatro millones de dólares depositados en mi cuenta corriente el viernes por la mañana o no llegarás vivo hasta el sábado. Son los tres millones y medio que me debes más el interés por daños y perjuicios.
—¡No tengo ni idea de qué estás hablando!
—Entonces piensa en nuestra última transacción y a lo mejor lo pillas. Pero ¿sabes qué? Quizá necesites algo más de tiempo para reunir todo ese dinero. Así que tienes hasta el lunes. Pero si tengo que esperar tanto, que sean cuatro millones doscientos mil. Los doscientos más son por hacerme quedar como un idiota.
Doug oyó el clic del teléfono. Con el puño apretado, puso el aparato en su base.
—Dougie… Dougie, ¿qué pasa? Parece que vayas a desmayarte. ¿Quién era? ¿Qué te ha dicho? —Sandra estaba junto a él, agarrándole la mano en la que tenía la copa; el whisky se le derramaba por la manga.
—Oh, Dios mío… —gimió Doug—. Oh, Dios mío… ¿Qué voy a hacer?