Temblando, estremeciéndose, Jack Worth había conducido hasta su casa a primera hora de la mañana del miércoles. Cuando llegó allí se dio cuenta de lo estúpido que había sido salir corriendo del complejo después de mirar en el interior del socavón.
La reacción normal habría sido llamar al teléfono de emergencias. Pero, claro, cuando la policía hubiera llegado, le habrían preguntado qué estaba haciendo allí. Su respuesta habría sido: «He venido a comprobar cómo iba la retirada de escombros. Tengo todo el derecho de estar aquí. He trabajado en este complejo durante treinta años y he sido jefe de fábrica durante los últimos cinco años, hasta el incendio de la semana pasada».
Tenía que tranquilizarse y pensar qué le diría a la policía en caso de que alguien hubiera visto su coche esa mañana.
Tracey Sloane. Jack Worth había sido una de las personas a las que habían interrogado cuando ella desapareció. Él tenía veintitantos años y trabajaba de ayudante de contable en el complejo Connelly. Solía ir al Bobbie’s Joint por la noche. Fue en esa época cuando empezó a frecuentar a los futuros actores y actrices que trabajaban de camareros en los bares y restaurantes de la zona. Bobbie’s era un punto de encuentro para los chicos de su edad que querían ligar con chicas guapas.
Tracey Sloane fue la afortunada. Me rechazó, pensó Jack ensayando con meticulosidad lo que diría a la policía. Un día, mientras pasaba por una de las pequeñas joyerías que había antes en el Village, vio a un tipo grabando nombres en unos medallones azules de zafiro falso. En la ventana, colgando de unas cadenas, había un montón con los nombres ya grabados. En uno de ellos ponía TRACEY. Costaba ocho pavos. Un par de noches después, vi a Tracey en el Bobbie’s Joint e intenté regalárselo. «Nada de ataduras —le dije—. Cuando lo vi, no pude resistirme. El medallón es del mismo color que tus ojos».
Intenté dárselo delante de sus colegas del Tommy’s, recordó Jack. Uno de los tíos del bar dijo: «No te servirá de nada». Y todos nos reímos.
Y ella acabó comprándomelo.
Eso ocurrió unos seis meses antes de que desapareciera, pensó Jack.
En su día le explicó a la policía que se había sentido algo disgustado porque cuando se habían encontrado por casualidad en el Bobbie’s ella nunca llevaba el medallón.
A las tres de la tarde del miércoles, después de dos cervezas y un bocadillo, Jack Worth seguía ensayando su versión de la historia, intentando que fuera la misma que había contado hacía casi veintiocho años.
La noche que Tracey desapareció, trabajé en la fábrica hasta las seis y cuarto. Fui directamente a casa. Es lo que les dije a los inspectores cuando me interrogaron. Vivía en Long Island City, a un kilómetro y medio de la fábrica. No me encontraba muy bien y me acosté pronto. Todavía no estaba casado.
¿Cómo explicaría que Tracey Sloane acabara enterrada en el aparcamiento? En esa época estaban asfaltando, pensó Jack. Diré a la policía que comenté lo del asfalto a los chicos del Bobbie’s un par de noches antes de que Tracey desapareciera. Los chicos habían bromeado con la posibilidad de hacer una excursión por el museo de muebles de lujo. Les dije que tendrían que esperar. Había nevado mucho en los dos últimos inviernos, el suelo del aparcamiento estaba cuarteado y estaban asfaltándolo.
Sé que se lo conté a algunos de ellos. Lo sé. Que la poli los interrogue otra vez.
Fue la mejor historia que se le ocurrió, y era lo bastante parecida a la verdad como para sonar convincente. Una oleada de rabia le recorrió cuando recordó haberle ofrecido a Tracey el collar hacía tantos años. Ella le comentó: «El azul es mi color favorito, y el zafiro, mi piedra preferida. Verás, me encanta, Jack, pero quiero pagártelo. Incluso yo puedo permitirme pagar esos ocho dólares».
Cuando no la dejé hacerlo, ella se lo quitó y me lo devolvió. Yo le dije: «Está bien, has dicho que te gusta, dejaré que me lo pagues. Y si no crees que ha costado solo ocho dólares, ve a la calle MacDougal y verás otros como este en la vitrina».
Sintiendo un profundo resentimiento incluso después de todos esos años, Jack recordó al listillo que los había oído hablar y había visto cómo Tracey le daba el dinero. Había tenido el atrevimiento de decirle más tarde, esa misma noche: «Jack, asúmelo. Tracey tiene clase. Tú no eres su tipo».
¿Cuándo miraría alguien del equipo de limpieza en el socavón y haría saltar la alarma? Jack Worth esperaba con angustia.
Tenía la televisión encendida y pasaba de un canal de noticias a otro. Todos daban la noticia de la identificación del vagabundo que había ocupado la furgoneta del complejo Connelly. Se trataba de Clyde Hotchkiss, un veterano condecorado de la guerra de Vietnam que había regresado a casa muy afectado emocionalmente y que, después de una difícil época intentando recuperarse, había abandonado a su mujer y a su bebé, hacía más de cuarenta años. Aunque sonara increíble, Hotchkiss se había reunido con su preocupada esposa e hijo solo unos minutos antes de morir en el Hospital Bellevue, de Manhattan, esa misma mañana.
Los medios habían abordado a Peggy y a Skip cuando bajaban del coche frente a la casa de Peggy, en Staten Island. Ninguno de ellos había hecho ningún comentario mientras entraban en la vivienda a toda prisa para escapar de las cámaras y los micrófonos.
Cuando dieron las noticias locales de las cinco y media, los medios ya tenían más detalles. Tras regresar de Vietnam, Clyde Hotchkiss había trabajado de encargado en una importante constructora. Entrevistaban a un electricista que había trabajado con él.
—No había nada que Clyde no supiera hacer. Fontanería, calefacción, de todo.
El periodista le preguntó:
—¿Cree que podría haber provocado esa explosión?
—Si estaba en sus cabales, no. Siempre fue un buen hombre. Pero si me está preguntando si tenía los conocimientos para hacer algo así, entonces le respondo que sí. Cuando se construye una casa y hay que instalar conductos de gas, como hacía él todo el tiempo, hay que saber lo que se hace.
Doug se sentirá bien oyendo esta clase de declaraciones, pensó Jack. Y ese tipo, Hotchkiss, ha vivido en la calle durante cuarenta años. A lo mejor resulta que estaba por el complejo hace veintiocho años. A lo mejor pueden culparlo del asesinato de Tracey.
Jack se dio cuenta de que no había llamado a Doug para advertirle de que en cualquier momento saltaría la alarma sobre los restos de Tracey Sloane encontrados en la propiedad.
Al final, reunió el valor necesario para hacer la llamada. Pero fue un verdadero alivio que Doug no contestara. Sabía que el hallazgo lo pondría hecho una furia. Pensó con preocupación que Doug no querría que nadie le recordase que su hermano Connor, que había muerto en el accidente de barco, también había sido uno de los chicos que conocieron a Tracey Sloane.