Lottie Schmidt vio en el identificador de llamadas de su teléfono que era Gretchen. Era miércoles a media tarde, lo que significaba que su hija había vuelto a cancelar otro masaje con uno de sus clientes. Lottie pensó que, una vez que Gretchen regresó a Minnesota y estuvo dentro de su hermosa casa, por fin le entró en esa dura cabezota que los jefes de bomberos estaban tan interesados en esa propiedad porque querían saber cómo había logrado adquirirla.
Plegó las manos sobre su regazo. Cuando sonó el teléfono estaba sentada a la mesa de su pequeño salón, mirando álbumes de fotos. Como no quiso contestar, y deseando tener el valor de levantarse y marcharse, se quedó escuchando el desesperado mensaje de Gretchen.
—Mamá, sé que nunca sales a esta hora. ¿Por qué no contestas? Mamá, ¿papá hizo algo raro para conseguir el dinero para comprarme la casa? Si fue así, ¿por qué no me lo dijisteis? Jamás habría enseñado las fotos a esos jefes de bomberos, o polis, o lo que sean. ¿Por qué no me lo comentaste claramente? Mamá, hay muchas cosas que me han salido mal en la vida. Papá y tú fuisteis muy estrictos. Nunca me dejabais divertirme. Siempre me decíais que estudiara más, que mis notas nunca eran lo bastante buenas. Me casé con Jeff para salir de casa y fue una pesadilla. Siempre estaba temiendo que me pegara, como tú con papá. Y…
Los treinta segundos para dejar un mensaje en el contestador pasaron. Gracias a Dios, pensó Lottie, y luego se encogió de hombros. ¿Qué se le va a hacer? Le compras una casa y eres una santa. Ahora puede perderla por esa bocaza que tiene y resulta que la culpa es mía. Miró el álbum de fotos. Gus y ella tenían veinte años cuando los casó el pastor, en el jardín trasero de la casa de su madre, en Baden-Baden, Alemania. Ella llevaba una blusa blanca y una falda y Gus, un traje azul de alquiler. Al día siguiente se marcharon de Alemania rumbo a Estados Unidos.
Yo sonreía, se dijo Lottie. Me sentía muy feliz. Gus parecía asustado, aunque también estaba feliz. Sabía lo decidido y estricto que era, pero no me importaba. Y sigue sin importarme. Me quería y me cuidaba bien. Era un hombre muy orgulloso. Cuando vinimos a vivir a Little Neck, y nuestros amigos estaban tan emocionados por la compra de muebles nuevos y presumían de ello, yo le decía: «Gus, no pongas esa cara. Ya sé lo que estás pensando. Que han pagado demasiado por esos trastos que no valen nada. Deja que los disfruten».
Gus había fabricado sus propios muebles. En todos esos años solo habían renovado la tapicería dos veces y, por supuesto, se había encargado él y lo había hecho en el garaje.
Para un artesano como Gus, el mobiliario de los vecinos era una ofensa; se sentía muy dolido. Eso lo explicaba todo.
Alguien llamó a la puerta. Lottie se había perdido en los recuerdos de tal forma que el tiempo había pasado más rápido de lo que pensaba. Ya eran las tres y media, y Peter Callow, el joven abogado que se había criado en la casa de al lado, fue a hablar con ella.
Ella lo había llamado después de recibir la visita de los jefes de bomberos el lunes.
Lottie sabía que todo aquello iba a ser difícil. Le resultaba bochornoso ponerse en manos de alguien a quien todavía veía como el niño que le rompió la ventana del comedor jugando al béisbol.
Se levantó apoyando con fuerza las manos en la mesa para aliviar el peso sobre las rodillas, se dirigió hacia la puerta y abrió. El abogado, seguro de sí mismo, con abrigo, traje de vestir y corbata, seguía teniendo la misma sonrisa cálida del niño de ocho años que se sintió agradecido cuando ella le dijo que sabía que él no quería romperle la ventana.
Mientras Lottie cogía el abrigo, lo colgaba en el armario del recibidor, y luego se dirigían hacia el salón, aseguró a Peter que desde el fallecimiento de Gus estaba bien y seguiría estándolo. Después de que él hubiera rechazado una taza de café o de té, e incluso un vaso de agua, se sentaron.
—¿Cómo puedo ayudarla, señora Schmidt? —preguntó.
Lottie había decidido que no se andaría con rodeos.
—Hace cinco años, Gus me dijo que había ganado la lotería. Eso fue lo único que me comentó. Utilizó el dinero para comprar la casa de Gretchen en Minnesota y una anualidad para que pudiera pagar los gastos.
Peter Callow no hizo ningún comentario acerca de la generosidad de su gesto. Supo de inmediato que había más que contar.
—Intentan culpar a Gus de la explosión del complejo Connelly. Los jefes de bomberos estuvieron en el velatorio y me visitaron el lunes. Me hicieron preguntas sobre la casa de Gretchen.
—¿Cómo supieron de su existencia?
—Porque mi hija no puede evitar hablar de ella —soltó Lottie con enfado.
—Si el señor Schmidt ganó la lotería y pagó los impuestos que debía, no tendría que haber ningún problema —dijo Peter—. Los jefes de bomberos podrán comprobarlo fácilmente.
—No estoy segura de que Gus ganara la lotería —intervino Lottie.
—Entonces ¿de dónde sacó el dinero para comprar la casa y la anualidad?
—No lo sé. Nunca me lo dijo.
Peter Callow se dio cuenta, por el intenso rubor de las mejillas de la anciana que había sido su vecina, que estaba mintiendo.
—Señora Schmidt —añadió con amabilidad—, si no encuentran datos de que el señor Schmidt haya ganado la lotería y haya pagado los impuestos, volverán a interrogarla. Supongo que irán incluso a Minnesota para hablar con Gretchen.
—Gretchen no tiene ni idea de dónde sacó su padre el dinero.
—¿Y a usted el señor Schmidt jamás le dio una pista?
Lottie apartó la mirada.
—No.
—Señora Schmidt, deseo ayudarla. Sin embargo, ya sabe que los medios llegarán hasta donde puedan, sin importarles que los demanden por difamación, a la hora de especular sobre una conspiración entre el señor Schmidt y Kate Connelly para provocar la explosión. ¿Hace cuánto tiempo que tiene Gretchen la casa?
—Cinco años.
—¿No coincide con el momento en que pidieron al señor Schmidt que se jubilara?
—Así es. —Lottie dudó un instante—. Peter, ¿serás mi abogado? Quiero decir, ¿puedes estar aquí cuando vengan a hablar conmigo?
—Sí, por supuesto, señora Schmidt. —Peter Callow se levantó. Tal como están yendo las cosas, pensó, mi nueva clienta tendrá que acogerse pronto a la quinta enmienda y no decir nada más a nadie.