Como todos los días, Peggy Hotchkiss asistió a la misa de las ocho de la mañana en Santa Rita, su parroquia en Staten Island. Aunque no había pegado ojo en toda la noche, no se le habría ocurrido romper una costumbre que tenía desde hacía cuarenta años. La misa diaria era una parte integral de su vida, y santa Rita, patrona de los desesperados e incluso de lo imposible, era su santa favorita. Esa mañana, la oración que le dedicó fue incluso más intensa.
—Por favor, haz que lo encuentren. Te lo ruego. Que lo encuentren. Sé que me necesita.
Los jefes de bomberos habían sido muy amables, pensó. Cuando vinieron a casa tuvieron el detalle de decirme que era muy posible que el vagabundo de la furgoneta se hubiera encontrado la foto, o que incluso se la hubiera robado a alguien.
—Pero no la robó —les dijo Peggy—. Me jugaría la vida a que Clyde ha conservado la fotografía. Vi en televisión lo que ocurrió con el complejo Connelly. Solo me pregunto si Clyde durmió en la furgoneta la noche de la explosión. Está claro que debió de escapar corriendo y que no tuvo tiempo de llevarse la foto.
Se percató del escepticismo en los rostros de los bomberos, pero fueron muy educados. Sabía que no querían disgustarla sugiriendo que el vagabundo podría ser Clyde, pero ella se lo puso fácil.
—Yo quiero encontrarlo —comentó—. Su hijo quiere encontrarlo. No nos avergonzamos de él. Estuvo en Vietnam y estaba orgulloso de haber servido a su país. No perdió la vida allí, pero, debido a lo que le ocurrió en ese lugar, perdió las ganas de vivir.
Santa Rita estaba solo a cinco manzanas de su hogar. A menos que hiciera muy mal tiempo, Peggy siempre iba andando. A las nueve menos cuarto estaba doblando la esquina para llegar a su casa cuando le sonó el móvil. Era el jefe de bomberos Frank Ramsey.
—Señora Hotchkiss —dijo—, acaban de llevar a un hombre sin techo al Hospital Bellevue, en Manhattan. En la sala de urgencias lo han reconocido. Ayer mismo estaba allí y le dieron el alta. Dijo que se llamaba Clyde Hastings. Creemos que puede ser su marido.
Peggy intentó parecer tranquila.
—Voy enseguida y llamaré a mi hijo. Bellevue está cerca de la calle Veintitrés, ¿verdad?
—¿Dónde está ahora, señora Hotchkiss? —preguntó Ramsey.
—A una manzana de mi casa.
—Vaya a casa y espere. Mandaré un coche de policía a recogerla dentro de cinco minutos. Lamento mucho tener que decirle que el hombre del hospital se está muriendo de neumonía. Si es su marido, aunque hayan pasado muchos años, podría convencerlo de que nos cuente qué sabe sobre la chica desaparecida.
* * *
Una hora después, Peggy estaba en la sección de urgencias del Hospital Bellevue. Skip había llegado unos minutos antes que ella.
—¿Estás bien, mamá? —le preguntó en voz baja.
—Sí, estoy bien.
Frank Ramsey la esperaba.
—Lo tienen en una habitación privada al fondo del pasillo. El médico nos ha dicho que no le queda mucho tiempo. Esperamos que pueda contarnos algo sobre una joven estudiante universitaria que intentó entrevistarlo para saber cómo era vivir en la calle.
A ella se le secó la boca, se humedeció inconscientemente los labios, apretó el brazo firme de su hijo y siguió al alto bombero hasta que él se apartó y la dejó entrar en el pequeño cuarto.
Peggy no necesitó mirarlo detenidamente para saber que se trataba de Clyde. La amplia frente, el pequeño pico de viuda del pelo, la cicatriz casi imperceptible en un lateral de la nariz. Tenía los ojos cerrados; su respiración, intensa y esforzada, era el único sonido en la habitación. Le cogió la mano.
—Clyde, Clyde, cariño, estoy aquí.
Desde muy lejos, Clyde oyó una voz que recordaba, dulce y amable, y abrió los ojos. Algunas veces había visto a Peggy en sueños, pero en ese momento supo que no estaba soñando. La mujer que estaba de pie mirándolo, con las mejillas cubiertas de lágrimas, era Peggy. Tomó aire. Tenía que hablar con ella. Consiguió esbozar una sonrisa.
—¿Tengo el honor de hablar con la devota Margaret Monica Farley? —preguntó con un hilillo de voz cansada, y luego añadió—: Oh, Peggy, te he echado de menos…
—Yo también te he echado de menos. Mucho, muchísimo. Y Skip está aquí. Te queremos. Te queremos.
Clyde volvió la cabeza como pudo para mirar al hombre que se encontraba junto a Peggy. Ambos tenían los rostros muy luminosos, pero el fondo empezaba a oscurecerse. Mi hijo, pensó, y después lo oyó decir:
—Hola, papá.
—Lo siento —murmuró Clyde—. Lo siento mucho.
Frank Ramsey y Nathan Klein se acercaron. Antes de que Peggy llegara al hospital, habían intentado interrogar a Clyde sobre Jamie Gordon, pero él había cerrado los ojos y se había negado a responder. Ambos se dieron cuenta de que su muerte era algo inminente. Ramsey se inclinó sobre Clyde y en un tono impaciente le dijo:
—Clyde, háblele a Peggy sobre la libreta. Dígale si vio a la chica.
—Clyde, no pasa nada, cariño. Nunca has querido hacer daño a nadie —susurró Peggy—. Quiero que les cuentes qué ocurrió.
En ese momento, con Peggy tomándolo de la mano, sentía mucha paz. Se sentía muy bien.
—Esa chica me siguió. Le dije que se largara. Pero no se iba.
Empezó a toser. Esta vez no podía recuperar el aliento.
—Clyde, ¿la mató? ¿La tiró al río? —exigió saber Ramsey.
—No… No. Ella no quería irse. Le pegué un puñetazo. Entonces se fue. Y oí un grito… —Clyde cerró los ojos. Todo empezaba a oscurecerse.
—Clyde, ella empezó a gritar —dijo Frank—. ¿Qué ocurrió luego? Responda —exigió—. ¡Respóndame!
—Gritó: «¡Socorro! ¡Socorro!».
—¿Todavía estaba usted en la furgoneta?
—S…
No pudo acabar de hablar. Con un largo suspiro, exhaló su último aliento. La tormentosa vida de Clyde Hotchkiss, esposo y padre, veterano de Vietnam, héroe y vagabundo, había tocado a su fin.