Sal Damiano, el jefe del equipo de limpieza, tomó la decisión el miércoles por la mañana de que la reparación del socavón del pavimento se aplazaría hasta que hubieran sacado todos los escombros del complejo.
Una vez más, las losas rotas que antes formaban parte de los muros, los fragmentos de las máquinas que habían transformado la fina caoba y el arce en mobiliario, y las abolladas latas de aceite que se usaba para conservar las antigüedades del museo eran levantados por las carretillas elevadoras y descargados en los contenedores.
Cuando José Fernández llegó a casa la noche anterior, encendió el ordenador para buscar el complejo Connelly en internet. Sentado en la cocina de un piso de protección oficial de cuatro habitaciones, próximo al puente de Brooklyn, le contó a su madre qué estaba buscando.
—Mamá, echa un vistazo a las fotos de ese museo, mira cómo era antes de la explosión. Esos muebles debían de costar una fortuna. A esta sala la llamaban «habitación Fontainebleau». La verdadera Fontainebleau era el lugar donde dormía María Antonieta antes de la Revolución francesa.
Carmen, la madre de José, se volvió y miró por encima del hombro de su hijo.
—Demasiado elegante. Demasiado complicada de limpiar. Esa tal María Andrea…
—Antonieta. Era una reina francesa.
—Bien por ella. Cien mil dólares en préstamos para estudiar y acabas limpiando los restos de unos muebles antiguos.
José suspiró. Era una frase que ya había oído muchas veces. Sabía que habría sido más inteligente estudiar económicas, pero tenía algo en los genes que lo inclinaba hacia la historia antigua. Todavía me alegro de haber estudiado historia, pensó. Solo me gustaría no haber conseguido todos esos préstamos. Pero algún día seré profesor. En esos momentos cursaba un máster de enseñanza de español en la academia municipal. Sabía que lo conseguiría. Y los préstamos que le habían concedido para estudiar eran algo con lo que cargaría toda la vida. Los pagaría como si fuera una hipoteca o un coche.
El único problema era que no tenía ni casa ni coche. Pero por algún motivo, tras haber pasado todo el martes paleando y sacando escombros en el complejo Connelly, el socavón seguía haciéndole volar la imaginación. En la antigüedad se levantaban nuevas ciudades sobre ruinas de otras antiguas que habían sido arrasadas por guerras, inundaciones o incendios.
Durante los veranos de sus primeros y últimos años en la facultad había recorrido a pie y en autoestop Oriente Próximo y Grecia. A los doce años había leído un libro sobre Damasco y recordaba lo emocionado que se había sentido cuando por fin logró llegar a ese lugar. En ese momento susurró para sí la primera frase del libro:
—Damas, Damasco, la ciudad más antigua del mundo, ciudad sobre ciudad…
El verano siguiente, cuando estaba en Atenas, mientras ensanchaban las calles para la preparación de las olimpiadas, descubrieron otra capa de antiguos asentamientos, incluso con todas las excavaciones arqueológicas que ya se habían realizado.
Debo de estar volviéndome loco, pensó José mientras paleaba, cargaba, empujaba y arrastraba dentro de su zona de limpieza. Estoy comparando un socavón en un aparcamiento de Long Island City con lugares como Damasco y Atenas.
Pero a las cinco de la tarde, cuando el cansado equipo de limpieza se sintió agradecido de finalizar la jornada, José no pudo aguantarse más las ganas de acercarse a echar un vistazo al agujero del suelo. Estaba casi a oscuras, pero tenía una linterna en la camioneta. Fue a buscarla y se dirigió hacia el fondo del aparcamiento.
—¿Piensas ir a casa andando, José? —preguntó Sal a su espalda.
José sonrió. Sal era un tipo agradable.
—Solo quiero echar un vistazo rápido por aquí. —Señaló el socavón.
—Vale, pues si vas a volver en mi coche date prisa.
—De acuerdo.
Corrió y llegó al socavón en unos segundos. Tal como había hecho Jack Worth unas horas antes, pasó por encima del precinto y, con cuidado de no cargar demasiado peso sobre el borde del agujero, encendió la linterna e iluminó hacia abajo.
No fue el medallón del collar lo que vio primero. A pesar de la suciedad pudo leer lo que había grabado en él.
«Tracey».
Los largos mechones de pelo rubio pegados al cráneo del esqueleto lo dejaron demasiado atónito para moverse o llamar a alguien. El incongruente recuerdo de una clase de biología del instituto lo asaltó de pronto. Recordó a la profesora diciendo:
«Incluso después de muertos, el pelo y las uñas siguen creciéndonos».