Antes incluso de que Sandra empezara a flirtear descaradamente con Majestic, Douglas Connelly ya se había aburrido de ella. Sabía que esa historia de su participación en el concurso de Miss Universo era un cuento chino. Había buscado información en internet y había descubierto que había sido finalista en un concurso de belleza en su pueblo natal, Wilbur, en Dakota del Norte.
En cierta forma, le había entretenido esa capacidad para fantasear, hasta que vio la cara de desprecio de Kate y supo que su hija lo desdeñaba a él y a su estilo de vida.
También supo que se merecía ese desprecio.
Le vino a la cabeza una frase que a su padre le encantaba citar cuando tenía que tomar una decisión difícil: «Me siento como si estuviera entre el infierno y el fondo del mar y tuviera que ir hacia los dos lados». No importa cuánto beba, me siento así todo el tiempo, pensó Doug mientras apuraba el champán que le quedaba.
«Entre el infierno y el fondo del mar». Era como una canción que no lograba acallar.
—Me gusta venir a sitios como este —estaba diciendo Sandra—. Aquí conoces a personas que pueden hacerte una prueba para una película o algo por el estilo.
¿Cuánto amoníaco hace falta para que el pelo adquiera ese color?, se preguntó Doug.
El maître se acercó a la mesa con otra botella de champán.
—Saludos a la hermosa señorita de parte de Majestic —dijo.
Sandra soltó un grito ahogado.
—¡Oh, Dios mío!
Cuando se levantó de un salto y cruzó a toda prisa el comedor, Douglas Connelly decidió marcharse disimuladamente.
—La propina habitual —dijo con la esperanza de no farfullar—. Pero asegúrate de que esta botella se la cobren al tal Majestic o como quiera que se llame.
—Desde luego, señor Connelly. ¿Tiene el coche fuera?
—Sí.
Esa es otra cosa que pone furiosa a Kate, que tenga chófer, pensó Doug unos minutos después de subir a la limusina y cerrar los ojos. Lo siguiente que vio fue a Bernard, el conductor, abriéndole la puerta frente a su apartamento en la calle Ochenta y dos Este.
—Ya hemos llegado, señor Connelly.
A pesar de que el brazo del portero lo guio por el vestíbulo, fue un esfuerzo para Doug conseguir que sus piernas avanzaran en la misma dirección.
Danny, el ascensorista, cogió las llaves de la mano de Doug después de que este las sacara a tientas del bolsillo. En la planta dieciséis, Danny lo acompañó hasta su piso, le abrió la puerta y lo condujo hasta el sofá.
—¿Por qué no descansa un poco, señor? —le sugirió.
Doug notó que le colocaba un cojín debajo de la cabeza, le desabrochaba el primer botón de la camisa y le quitaba los zapatos.
—Las copas me han sentado un poco mal —masculló.
—Se pondrá bien, señor Connelly. Las llaves están encima de la mesa. Buenas noches, señor.
—Buenas noches, Danny. Gracias. —Doug se quedó dormido antes de poder añadir algo más.
* * *
Cinco horas después, no oyó el constante repiqueteo del teléfono en la mesa, a escasos metros del sofá, ni el insistente zumbido del móvil en el bolsillo de su pechera.
Finalmente, en la sala de espera de la sala de operaciones, Hannah, blanca como el papel, guardó el móvil y apoyó las manos en el regazo para que dejaran de temblarle.
—No pienso seguir intentándolo —dijo a Jack—. Dejémosle dormir la mona.