El martes por la noche, el padre Dan Martin se encontró con su antiguo pastor, el padre Michael Ferris, de ochenta y siete años, en la residencia de ancianos de los jesuitas en Riverdale, la parte alta del oeste del Bronx. Había ofrecido al padre Ferris la posibilidad de cenar en un par de sitios, pero sabía perfectamente que el anciano escogería el restaurante Neary’s, un típico pub irlandés en la calle Cincuenta y siete Este, en Manhattan.
Inaugurado hacía más de cuarenta y cinco años el día de San Patricio, el 17 de marzo, había sido el restaurante favorito del padre Mike cuando era pastor de San Ignacio de Loyola, y todavía le encantaba ir a ese lugar.
El padre Dan había hecho una reserva para las ocho en punto, y a las ocho y diez estaban sentados a la mesa disfrutando de una copa.
El padre Mike fue el primero en hablar de lo que le estaba ocurriendo a la familia Connelly.
—Los conocí a todos —dijo—. Al viejo Dennis y a su esposa, Bridget. Eran de mi congregación. Luego, Douglas y Susan se casaron en San Ignacio y se trasladaron a un piso de la Quinta Avenida. Doug todavía vive allí.
Era exactamente el tema que el padre Dan Martin quería tratar. Con toda la intención, no lo había sacado al principio, pero ahora ya estaba sobre la mesa.
—Si recuerda, yo ayudaba en San Ignacio en la época del accidente. Estuve en el altar en la misa fúnebre. Llamé a Douglas al día siguiente. Acababa de ordenarme sacerdote. Quise ayudarlo si estaba en mis manos poder hacerlo.
—No creo que ninguno de nosotros pudiera ayudarlo mucho. Estaba loco por Susan. Nunca he visto una pareja más enamorada. Y sé que se sentía culpable no solo por la muerte de ella, sino por la de su hermano y sus cuatro amigos íntimos. Él iba al timón del barco, pero la investigación demostró que no había sido culpa suya. No hubo negligencias y no había bebido. Cuando pescaban atunes de noche, nunca llevaban alcohol en el barco.
Liz, una camarera que había trabajado en Neary’s desde el día de su inauguración, estaba de pie junto a la mesa.
—Dejen que adivine —dijo—. Padre Mike, usted tomará salmón a la irlandesa de entrante y ternera con maíz y col de plato principal.
—Tienes razón, Liz —confirmó el padre Mike.
—Padre Dan, usted tomará cóctel de gambas y salmón.
—No sabía que fuera tan predecible, pero así es. —El padre Martin sonrió y retomó la conversación con su antiguo pastor—. Mike, ambos hemos visto muchos episodios tristes en algún momento, pero ver a Douglas Connelly en el funeral de su mujer y su hermano, cogiendo de la mano a la pequeña Kate de tres años, fue una imagen que nunca he olvidado. Cuando lo visité en su casa más tarde, fue como hablar con un sonámbulo.
—Estoy de acuerdo. Estaba paralizado por la pena. Es lo que le ocurre a cualquiera que sobrevive a una tragedia en la que pierde a un ser querido. Pero en ese caso fueron dos seres queridos y cuatro amigos íntimos. Llevaban un radar en el barco, pero estamos hablando de casi treinta años atrás. Al salir del puerto de Brooklyn a las once de la noche, cualquiera pensaría que va a tener el océano Atlántico para él solo, pero había muchísimo tráfico. Como sabrá, habían planeado llegar a los bancos de atunes al amanecer, a una distancia de unas setenta millas.
El padre Ferris hizo una pausa para untar mantequilla en el pan, dio un mordisco y negó con la cabeza.
—Doug vio el remolcador y mantuvo el espacio suficiente entre esa embarcación y su barco. Pero lo que no vio, y tampoco lo reflejó el radar, era que esa enorme nave arrastraba una barcaza. Las cadenas eran tan largas y la noche tan oscura que, cuando Doug situó el barco detrás del remolcador a una distancia segura, la cadena rebanó literalmente el casco de su embarcación. Cerca del timón había un chaleco y el bote salvavidas. Se puso el chaleco y tiró el bote al agua. Los demás estaban en el camarote y no lograron salir porque el barco se hundió rápidamente.
—Ninguno de los tripulantes del remolcador se dio cuenta de lo que ocurría —recordó Dan Martin.
—No. No suelen llevar mucha tripulación, y a esas horas ¿quién sabe quién estaría despierto? Al día siguiente, cuando nadie conseguía contactar por radio con el barco, una partida de rescate salió y encontró a Doug tirado en el bote salvavidas, medio muerto. Se había golpeado con los restos del naufragio y tenía graves cortes y moratones de pies a cabeza. Estuvo tres semanas en el hospital. Encontraron los cuerpos de los demás y retrasaron el funeral de Susan y Connor hasta que Doug pudiera asistir. Es increíble que ahora su hija tenga una lesión cerebral, porque eso fue exactamente lo que le ocurrió a él. Tenía lapsus de memoria y había momentos en que hablaba de Susan como si ella estuviera en el piso. Después de aquello, no volvió a ser el mismo, al menos mientras yo mantuve relación con él.
El anciano sacerdote miró por encima de su compañero y suspiró.
—El viejo Dennis Francis Connelly solía venir por aquí. Menudo personaje.
—Iba a San Ignacio antes de que yo llegara.
—Pues igual tuvo usted suerte. Era el viejo irlandés más gruñón, supersticioso y estirado que he conocido nunca. Aunque había tenido un pasado interesante. En Dublín era un niño de la calle, pero tenía cabeza. Fue lo bastante listo como para saber que necesitaba una educación y consiguió una beca en el Trinity College. En cuanto se graduó, se embarcó rumbo a Estados Unidos y trabajó de mensajero en la Bolsa. A los veintidós años ya había decidido que ese era el lugar donde aprender a hacer dinero. Y vaya si lo hizo.
Llegaron los entrantes. Michael Ferris echó un vistazo al comedor mientras cogía los cubiertos.
—Recuerdo cuando Hugh Carey era gobernador. Venía mucho por aquí. Decía que el buen Dios había transformado el agua en vino, pero que Jimmy Neary había invertido el proceso. A Jimmy le encantaba esa frase y siempre la citaba.
—Nunca la había oído —dijo Dan Martin—. Pero también me gusta.
—Así que Dennis se hizo rico, pero siempre tuvo presente que no procedía de una familia que vivía en un castillo y salía de caza a caballo. Por eso forjó su propia historia. Hizo muchísimo dinero, vendió su empresa de inversiones y abrió la fábrica de Mobiliario antiguo de imitación Connelly. Ese museo era su castillo, le encantaba mostrar a la gente las antigüedades que coleccionaba. Conocía la historia de todos los muebles; y permítame que le diga que, antes de acabar la visita, uno también la conocía.
—Leí que no se casó hasta los cincuenta años.
—A los cincuenta y cinco, creo. Bridget O’Connor era veinte años más joven. Luego nacieron los dos niños.
—Se llevaban un año, ¿verdad?
—Mejor diga cuatro minutos. Douglas nació un minuto antes de la medianoche de un 31 de diciembre; Connor, tres minutos después de la medianoche, el 1 de enero. No esperaban gemelos, y para Dennis fue una preocupación terrible. En su familia dos generaciones de gemelos habían muerto de forma violenta, y estaba seguro de que sus hijos estaban malditos. Siempre se refería a ellos llamándolos «hermanos», aunque, según tengo entendido, eran idénticos. Bridget tenía prohibido llamarles «gemelos». Incluso de bebés, siempre iban vestidos de forma diferente y llevaban cortes de pelo distintos. Si Douglas llevaba flequillo, Connor iba rapado. A medida que fueron creciendo, Dennis decía a la gente que no era muy cercana a la familia que se llevaban un año de diferencia. Fueron a colegios distintos, desde el parvulario hasta la universidad, pero, a pesar de todo, estaban muy unidos.
Jimmy Neary se detuvo junto a la mesa.
—¿Cómo va todo hasta ahora? —preguntó.
—Genial —dijeron al unísono.
—Jimmy, estaba hablando sobre Dennis Francis Connelly —añadió el padre Mike—. Tú lo conocías bien.
—Los cielos nos asistan. Siempre encontraba algo que no estaba demasiado caliente o demasiado frío. Dios lo tenga en su gloria —dijo Jimmy—. Me alegro de que ni él ni Bridget estuvieran vivos para ver que uno de sus hijos está muerto, que una de sus nietas está luchando por vivir y que la empresa de la que estaba tan orgulloso está destruida.
—Estoy de acuerdo —dijo el padre Mike.
Liz retiró los platos de los entrantes. Ambos sacerdotes decidieron tomar una copa de chardonnay.
El padre Dan dijo:
—Mike, me interesaba hablar de los Connelly porque después de lo que leí sobre el accidente decidí pasar a ver a Kate Connelly en el hospital. La he visto esta mañana y he conocido a Hannah. Kate tenía fiebre. Si hubiera sido provocada por una infección grave, habría sido letal, pero, gracias a Dios, le ha bajado. Le he dicho a Hannah que había estado con su padre después del naufragio, hacía casi treinta años. En ese momento creí que podía ayudarlo.
—Yo también lo pensé —afirmó el padre Mike—. Pero Connelly me dejó claro que no necesitaba mi apoyo y que no quería ninguna ayuda del Dios que se había llevado a su mujer, su hermano y sus amigos. Cuando lo vi, fue justo una semana después del funeral. Se había roto la mano y le dolía muchísimo. El médico insistió en que tuviera una enfermera en casa. Creo que temían que se suicidara. Se rompió la mano al dar un puñetazo al espejo de la cómoda de Susan.
Michael Ferris, de la Compañía de Jesús, comentó:
—Solo espero que la maldición que preocupaba a su padre no haya caído sobre él. Puede que debamos dar gracias de que Kate y Hannah no sean gemelas.