El martes por la tarde, Doug Connelly llegó a casa de malhumor. Había ido al piso de Kate, en el Upper West Side, horas antes. Al llegar, pidió al portero que lo dejara entrar; le dijo que debía comprobar unas cosas que le había pedido Kate. En cuanto estuvo solo en el piso, registró el escritorio de su hija. Decidió que no había nada interesante.
Sabía la combinación de la caja fuerte. La había oído por casualidad cuando ella se la había dado a Hannah poco después de instalarse en su nuevo piso. «Tu cumpleaños, treinta, tres; mi cumpleaños, tres, seis, y el cumpleaños de mamá, diecinueve, siete».
Doug no lo había olvidado jamás. El cumpleaños de mamá, había pensado. ¿Y yo qué? Pero la información era útil, y si Kate no salía adelante, consideraba que las joyas de Susan le pertenecían a él. No importa lo que Susan haya dejado escrito en su testamento, se dijo.
Pero cuando abrió la caja fuerte, estaba vacía. Hannah ya se ha llevado lo que había dentro, pensó airado.
Al salir se tropezó con un conocido de Kate. Justin Kramer, creía recordar que se llamaba así. Un tipo con buena pinta, dijo para sus adentros, y luego automáticamente lo borró de su mente.
Había vuelto a subir al coche. Como siempre, Bernard, su chófer, había escuchado las noticias mientras lo esperaba.
—Señor Connelly, estaban hablando sobre ese tipo que vivía en la furgoneta del complejo.
—¿Qué le pasa?
—Me parece que en televisión han mostrado una foto de familia que tenía en la furgoneta.
—Espero que, si tiene familia y lo ven, no sean tan tontos de decir que lo conocen —soltó Doug cerrando el puño de forma involuntaria.
Bernard se dio cuenta de que su jefe estaba de muy malhumor y que lo mejor era agachar la cabeza y mantener la boca cerrada.
—¿Todavía quiere pasar por el hospital, señor Connelly? —preguntó.
—No, creo que no. El doctor Patel me ha asegurado que Kate ya no tenía fiebre y que estaba estable. Estoy muy cansado. Vamos a casa. Esta noche no saldré.
—Sí, señor.
Sandra le había dicho que cenaría con unas amigas y que luego iría a dormir a su piso.
—Quiero estar aquí contigo, Doug —insistió—, pero tengo que consultar el correo y hacer un par de recados por la mañana.
Doug se preguntó si alguna de sus amigas se llamaría Majestic, aunque le daba igual. Descansaría de la constante presencia de Sandra en los últimos días. Decidió comer en el restaurante privado de su edificio y acostarse temprano. Necesitaba estar tranquilo y en silencio para recuperarse.
Jack Worth le había llamado unas horas antes ese mismo día.
—He pasado con el coche por el complejo. La patrulla de recogida de escombros está allí. Eso quiere decir que los inspectores periciales del seguro ya se han llevado lo que querían y han terminado la investigación.
—Ahora que ya saben que había alguien más en el aparcamiento, no impedirán que se efectúe el pago de la póliza.
Necesito el dinero, pensó Doug. Me quedaré sin efectivo en menos de un mes y, si no lo consigo… ¿Qué estaba haciendo Kate con Gus a esas horas en el museo…? ¿Vio algo ese vagabundo que pudiera poner en peligro el cobro del seguro? Si hubiera encontrado las joyas de Kate, las habría empeñado hasta conseguir el dinero de la póliza, se dijo. Menuda cara dura había tenido Hannah al vaciar la caja fuerte de Kate.
Con ese pensamiento llegó a casa a las siete de la tarde del martes. Acababa de entrar cuando sonó el teléfono del recibidor. Déjalo sonar, pensó. Casi todos los que me conocen me llaman al móvil.
Pero entonces recordó que había dado su móvil y su fijo a la compañía de seguros. Ya había pasado el horario de oficina, pero… Con dos rápidos pasos cruzó el recibidor y levantó el auricular.
—¿Diga? —respondió.
—Douglas —dijo una voz desconocida—, soy el padre Dan Martin. Puede que no me recuerde, pero, en la época en la que su familia sufrió la tragedia, yo era ayudante del sacerdote en la parroquia de San Ignacio de Loyola y estuve presente en la misa fúnebre. Nos encontramos en un par de ocasiones, pero luego me trasladaron a Roma.
—Lo recuerdo bien —dijo Doug intentando hablar con calidez—. Fue usted muy amable, y yo estaba bastante mal.
—Fue una época terrible para usted. Siento mucho lo que está ocurriendo ahora. He pasado hoy por el hospital para ver a Kate y le he ofrecido el sacramento de la extremaunción. También he visto a Hannah y he hablado con ella, y ahora tenía muchas ganas de volver a ponerme en contacto con usted.
De ninguna forma quiero volver a contactar con usted, pensó Doug. No necesito a nadie que venga a decirme que está rezando por mí y por Kate. No he vuelto a pisar una iglesia desde el funeral. Rosie Masse se ocupó de las niñas mientras se hacían mayores.
Y, desde luego, no quiero que ningún cura ande por aquí cuando Sandra esté en casa. Pero si esta noche no tiene nada que hacer, puede que me libre de él rápidamente.
—Padre, ¿está llamándome desde San Ignacio?
—Sí, vivo aquí, en la rectoría.
—Entonces está en mi barrio. ¿Ha cenado ya?
—En realidad voy de camino a reunirme con un viejo amigo para cenar con él. ¿Quedamos para otra ocasión? Me alegro mucho de haberlo encontrado.
—Claro. Lo llamaré a lo largo de esta misma semana —dijo Doug.
—Perfecto.
Con un suspiro, Doug volvió a colocar el teléfono en la base. Llamaría al cura cuando las ranas criaran pelo, pensó. Después entró en la biblioteca. Fue directamente al mueble bar y se sirvió un whisky doble. Bebiendo poco a poco, se advirtió: Cálmate. Pero antes de relajarte demasiado, llama al hospital y pregunta por Kate. Seguro que Hannah quiere saber si he ido a visitarla esta noche.
La enfermera de la UCI habló en tono tranquilizador:
—Acabo de terminar mi turno, señor Connelly. Como ya sabe, Kate no tiene fiebre desde esta mañana. Hoy ha tenido un buen día.
—Eso es maravilloso. Gracias por ponerme al día —dijo Doug.
Había una idea que le incomodaba. ¿Estaría Kate despierta cuando el cura había estado con ella? Le había administrado el sacramento de la extremaunción. ¿Suponía eso que Kate estaba lo bastante consciente como para hablar con él? De ser así, ¿qué le habría dicho?