Peggy Hotchkiss estaba en su casa de Staten Island, sentada frente al televisor, viendo el mismo informativo que su hijo y su nuera. Un suspiro ahogado, seguido por un sonido que fue a un tiempo gemido y grito sordo, se le escapó mientras apretaba los brazos del butacón de piel donde estaba sentada.
Su mirada se desplazó a la foto de Clyde, Skip y ella que tenía sobre la repisa de la chimenea. Se la habían hecho solo un par de semanas antes de que regresara de la visita que hizo a sus padres en Florida y se encontrase la nota y el dinero de Clyde, rodeados por las placas identificativas de Vietnam, sobre la mesa del comedor. Peggy había sustituido la foto original que Clyde se había llevado por la copia que ella había regalado a sus padres.
A pesar del impacto que le provocó la partida de Clyde, estaba segura de que lo encontrarían pronto y que él buscaría ayuda. Pero había desaparecido. Durante meses fue a la morgue cada vez que algún hombre de la misma estatura, peso y apariencia que Clyde era hallado muerto sin identificar. Y todas las veces, mientras un asistente levantaba la sábana que cubría el cuerpo, había negado con la cabeza y se había marchado.
Clyde había desaparecido sin dejar ni rastro de adónde podía haber ido. Transcurridos doce años, y sin ninguna novedad, el padre de Peggy la había convencido de que lo declarasen legalmente muerto en algún juzgado y así ella pudiera cobrar el seguro de vida. Cuando desapareció, ella tenía veintisiete años. Cuando Clyde estaba en el ejército, ella trabajaba de secretaria, pero después, con un bebé, le pareció más sensato conseguir un trabajo en la tienda de delicatessen que había a solo dos manzanas de casa que tener que coger el tren de regreso a Manhattan.
Ahora, cuarenta y un años después, Peggy, todavía guapa a sus sesenta y ocho años, con una talla cuarenta y cuatro en vez de la cuarenta de antaño, se sentía satisfecha con su vida. Skip siempre había sido el hijo que cualquier padre hubiera querido tener. La anualidad que él le había contratado como complemento de la jubilación le permitía vivir con comodidad. La casa que nunca había dejado había sido reformada para incluir toda clase de avances, desde una ducha de hidromasaje en el baño de arriba hasta una nueva cocina y ventanas climatizadas. «Y sabe Dios qué más querrá mi hijo que me ponga», bromeaba con sus amigos.
Peggy, cuya fe era lo que le daba fuerzas, era pastora ecuménica de su congregación y voluntaria habitual en el albergue para personas sin techo del barrio. Sus años de trabajo en la tienda de delicatessen la habían convertido en una cocinera y pastelera excelente, y los vagabundos que frecuentaban el albergue sabían cuándo había estado Peggy Hotchkiss en la cocina.
Donald Scanlon y su mujer, Joan, habían sido vecinos de Peggy y amigos íntimos desde el día en que se mudaron al barrio, hacía muchos años. Joan había muerto cinco años atrás, y para nadie era un secreto que Donald habría sido muy feliz casándose con Peggy, pero la conocía demasiado bien como para pedírselo. Aunque a él le pareciera increíble, Peggy estaba segura de que Clyde seguía vivo y de que algún día regresaría.
En el fondo, Peggy sabía que, aunque la puerta se abriera de repente y entrara Clyde, serían como dos desconocidos. Él la había necesitado durante los años que vivieron juntos y, en cierta forma, ella le había fallado. Estaba tan dedicada al pequeño Skip que no había querido pararse a pensar en lo mucho que Clyde bebía. Había encontrado las botellas de vino escondidas y había decidido no disgustarlo; se dijo que se trataba solo de una fase. Cuando se marchó a Florida para visitar a sus padres antes de Navidad, algo le había advertido que no se fuera.
«Si reconoce a algunas de las personas de esta foto…», estaba comentando la presentadora de las noticias Dana Tyler mientras señalaba la imagen para la audiencia del programa.
—Reconocer… reconocer… —dijo Peggy entre sollozos. Con desesperación, repitió el número de teléfono que habían dado para llamar, pero supo que se había hecho un lío.
El teléfono estaba sonando. Contestó:
—¿Diga?
—Mamá, soy Skip.
—Yo también tengo la tele encendida. He visto la foto. Skip, ¿cuál era el número? No lo he memorizado bien.
—Mamá, ¿por qué no me dejas llamar a mí?
—Han dicho que hallaron la foto en una furgoneta en la que se refugiaba un vagabundo, y que puede que estuviera allí en el momento de la explosión en Long Island City.
—Mamá, ya lo sé. Y el vagabundo pudo haberla encontrado en algún lugar hace años.
Peggy Hotchkiss se tranquilizó de pronto.
—No, Skip —dijo—. No lo creo. Siempre he sospechado que si dábamos con tu padre sería porque estaba en esa situación. ¡Oh, Skip!, a lo mejor lo hemos encontrado o vamos a encontrarlo. Sabía que Dios escucharía mis oraciones. La espera ha sido muy larga.