Shirley Mercer acompañó a Clyde hasta su habitación en el hotel Ansler, habilitado por el ayuntamiento. Con sus techos dorados y sus exquisitos candelabros, el edificio había albergado en el pasado uno de los más elegantes salones de Nueva York. Pero hacía noventa años de eso. En la década de 1950 dejó de recibir las visitas de los neoyorquinos más sofisticados y finalmente cerró sus puertas. Localizado cerca de los grandes almacenes Macy’s, en la calle Treinta y tres, permaneció vacío durante muchos años. Luego lo volvieron a abrir, hacía también mucho tiempo, como albergue municipal para vagabundos.
Shirley había tenido la amabilidad de pedir que la habitación destinada a Clyde tuviera un catre, una pequeña cómoda y una silla. El baño estaba al final del pasillo, donde Shirley vio restos de comida que alguien había tirado al suelo. Sabía que el personal de limpieza hacía cuanto podía, pero allí trataban con personas que habían perdido el sentido de la higiene hacía tiempo. Alguien estaba escuchando música en la habitación de al lado a un volumen tan alto que amenazaba con reventarle los tímpanos.
Shirley observó la expresión de Clyde mientras él empujaba su carro para entrarlo en la habitación. Era un semblante impasible, frío. No habrán pasado ni quince minutos después de que me vaya cuando él volverá a cruzar esa puerta, pensó.
Clyde empezó a toser, con esa tos profunda y ronca que ella había oído en el hospital.
—Clyde, aquí tengo un par de botellas de agua. Tiene que tomarse la medicina.
—Sí. Gracias. Esto es muy bonito. Acogedor.
—Ya veo que tiene sentido del humor —dijo Shirley—. Buena suerte, Clyde. Vendré a visitarlo dentro de un par de días.
—Eso estaría bien.
¿Qué clase de hombre sería?, se preguntó Shirley mientras bajaba los cuatro tramos de escalera hasta el recibidor. O salía por allí o se fiaba del ascensor que se averiaba con frecuencia. Hacía un par de meses se había quedado encerrada durante horas.
Cuando llegó a la calle se quedó allí el tiempo suficiente para abrocharse el último botón del abrigo. Después pensó si pasar por Macy’s y comprar un regalo para la fiesta a la que acudiría el sábado. Pero luego recordó su acogedor piso en Brooklyn y a su marido, que tenía el día libre y había prometido cocinar para ambos. Aquello era demasiado tentador. Fue hasta la esquina y bajó las escaleras del metro, agradecida de poder ir a casa, a una atmósfera cálida y amorosa.
«Si de verdad pudiera ayudar a personas como Clyde… —pensó—. Aunque supongo que lo máximo que puedo hacer es evitar que muera de neumonía en cualquier callejón».