Mark Sloane disfrutaba con su nuevo trabajo. Se dio cuenta de que cada mañana estaba deseando llegar al despacho; no había sentido esa vitalidad en todos los años que había pasado en su antigua empresa de Chicago.
Le gustaba su piso y había pasado el lunes por la tarde desembalando cuadros y objetos que había ido comprando en sus vacaciones anuales al extranjero.
Luego había colocado los cuadros en el suelo, apoyados en las paredes donde quería colgarlos. Los adornos que irían en las estanterías de la segunda habitación, que había destinado a su despacho, ya estaban en su sitio. La habitación tenía su propio baño y el sofá cama más cómodo que había podido comprar, con la esperanza de que su madre fuera a visitarlo varias veces al año.
Después de encontrarse con Jessie el lunes por la tarde, supo que Kate Connelly había empeorado por la noche y tenía fiebre. Era consciente de que su preocupación por una nueva vecina, a la que ni siquiera conocía, tenía mucho que ver con la visita que había hecho a Nick Greco y con lo que habían hablado sobre la desaparición de Tracey. Era como si la cicatriz emocional que había ido formándose durante todos esos años se hubiera abierto de pronto.
Sabía que la espera constante y las oraciones formaban parte de las vidas de Hannah Connelly y de su amiga íntima, Jessie Carlson. Esa preocupación angustiosa que compartía con Hannah por su hermana Kate le recordaba el día en que su madre había recibido la llamada sobre la desaparición de Tracey.
El momento exacto en que se produjo esa llamada estaba grabado en su memoria, aunque él solo tuviera diez años. Se había quedado en casa, no había ido al colegio porque estaba muy resfriado, y estaba sentado a la mesa de la cocina con su madre. Cuando sonó el teléfono, ella acababa de preparar una taza de té y un bocadillo de beicon para él.
«¡Desaparecida!». Esa fue la palabra que oyó decir a su madre con voz temblorosa, y supo de inmediato que hablaba de Tracey.
Y entonces empezó la espera. Una espera que todavía continuaba.
* * *
El martes por la tarde, Mark fue al gimnasio. Se había hecho socio y realizaba una tabla de ejercicios de media hora que relajaba la tensión de la espalda y el cuello. Después de ducharse y cambiarse, metió la ropa de deporte en una bolsa de lona y la dejó en casa. Luego, como no tenía ganas de prepararse el filete que había en la nevera, cogió su iPhone e hizo una búsqueda en la red. El Tommy’s Bistro seguía en la lista de pubs de la zona, se hallaba a solo cuatro manzanas de su piso.
A lo mejor solo han mantenido el nombre del local, pensó mientras se ponía la cazadora. No creo que siga teniendo el mismo dueño después de treinta años.
No había llegado a la puerta de casa cuando le sonó el móvil. Era Nick Greco.
—Nunca adivinaría hacia dónde voy —dijo Mark—. Al Tommy’s Bistro, el lugar donde trabajaba Tracey; está a solo cuatro calles de donde vivo. Voy a cenar y, si el antiguo dueño sigue por ahí, intentaré hablar con él. Fue quien se preocupó tanto por Tracey que fue a buscarla a su piso cuando ella no se presentó a trabajar.
—Entonces lo he encontrado justo a tiempo —puntualizó Greco—. Acabo de recibir una llamada de uno de mis amigos del departamento de policía. Dentro de unos minutos harán pública una detención relacionada con el asesinato de otra actriz de veintitrés años que desapareció el mes pasado y a la que encontraron muerta. La estrangularon.
—No entiendo —dijo Mark—. Nick, ¿a dónde quiere ir a parar?
—El presunto asesino se llama Harry Simon. Tiene cincuenta y tres años y, no se lo va a creer, trabaja en la cocina del Tommy’s Bistro. ¡Y lleva allí treinta años! Como a todos los demás empleados, se le interrogó cuando Tracey desapareció, pero en ese momento parecía tener una buena coartada. Ahora descubriremos si esa coartada todavía se aguanta después de tantos años.