Justin Kramer pasó buena parte del lunes y el martes pensando en Hannah Connelly.
Le había conmovido la evidente preocupación de Kate Connelly por él. Al firmar el contrato de venta del piso, ella intuyó que Justin se veía obligado a venderlo porque se había quedado en paro. Incluso entonces él intentó convencerla de que no era para tanto. Sí, le gustaba vivir allí. Pero no quería vivir por encima de sus posibilidades. Dos mil dólares al mes más los gastos de mantenimiento y el pago de la hipoteca se disparaban de su presupuesto cuando se quedó sin trabajo.
Regalar a Kate una bromelia fue, en realidad, un gesto que se le ocurrió a última hora. Casualmente él se encontraba en el piso cuando el agente inmobiliario estaba enseñándoselo a Kate, la posible compradora. A ella le había gustado y estaba claro que sabía de plantas, por eso se le había ocurrido hacerle ese regalo de bienvenida. Kate le gustaba.
Sin embargo, al subir al piso el domingo por la tarde y ver a Hannah Connelly, ocurrió algo. Sus ojos oscuros y desafiantes, enmarcados por unas largas pestañas, destacaban con el blanco marfil de su piel y su brillante cabellera castaño oscuro. Llevaba zapatillas de deporte y era tan bajita que apenas le llegaba al pecho. Aunque él, que medía uno setenta y siete, siempre había ansiado unos centímetros más.
Justin recordaba que, al quejarse de su altura, su padre siempre le sugería en tono cansino:
—Pues ponte derecho. No hay nada como el porte militar para parecer más alto.
Hannah y él habían pasado un rato juntos antes de entrar en la cocina para que él recogiera la planta. Luego, de camino al ascensor, Justin se había preguntado si sería demasiado pedirle que comiera con él.
Y se lo había pedido, y ella, que todavía no había almorzado, aceptó la invitación. Y lo pasaron bien. Después de comer, Hannah fue al hospital a visitar a Kate. Durante todo el lunes, Justin estuvo dándole vueltas a la idea de llamarla, pero decidió que no quería agobiarla. Se dijo a sí mismo que el hecho de regar una planta no era una puerta abierta al inicio de una amistad, por mucho que así lo deseara.
El martes tuvo una reunión a última hora de la tarde con un futuro cliente, un hombre de casi cuarenta años que había heredado un dinero y estaba impaciente por invertirlo de la forma más rentable. Al terminar, Justin se dijo que volvería a casa caminando desde su nuevo despacho. Esa decisión suponía que pasaría por delante del piso de Kate Connelly.
Al hacerlo, miró de soslayo la puerta, con la esperanza de que Hannah hubiera vuelto a pasar por allí. Pero, en lugar de eso, vio salir de la casa a un hombre. Había visto bastantes fotos de Douglas Connelly en los periódicos durante los últimos días y estaba seguro de no equivocarse.
—Señor Connelly —dijo.
Sorprendido, Douglas Connelly se detuvo y se quedó mirando a Justin, pues le llamó la atención su aspecto pulcro, incluido el hecho de que iba muy bien vestido, con traje. Connelly forzó una sonrisa.
—Señor Connelly, conozco a sus hijas. ¿Cómo sigue Kate?
—Está mejor, gracias. ¿De qué la conoce?
Brevemente, Justin explicó su vínculo con la joven y dijo:
—Luego me topé con Hannah aquí el domingo por la tarde, cuando recogí la planta que le había regalado a Kate.
—¿Eso fue el domingo por la tarde?
—Sí.
—¿Y se encontró con Hannah en este edificio?
—Sí, señor, así fue.
—No me comentó que había estado aquí. Eso lo explica todo —dijo Connelly, más para sí mismo que para Justin—. Bueno, pues encantado de conocerlo. —Tras un rápido gesto con la cabeza, entró en su coche.
Era un Bentley. Justin, aficionado a los coches, admiró el elegante automóvil mientras el chófer doblaba la esquina. Luego pensó que sería una buena excusa para llamar a Hannah contarle que había coincidido con su padre.
Se quedó en la calle y sacó el móvil. Ya tenía el número de Hannah en la agenda de contactos.
Respondió a la primera. Cuando él le preguntó por Kate, Hannah le dijo que había vuelto al hospital el domingo a última hora y que a Kate le había subido la fiebre el lunes por la noche.
El agotamiento se percibía con claridad en la voz de Hannah.
—¿Cómo está ahora? —preguntó Justin.
—Mejor. Esta mañana le ha bajado la fiebre. Hoy tengo que trabajar, pero acabo de pasar por allí y está todo lo bien que puede estar.
—Iba a sugerirte cenar algo rápido, pero tengo la sensación de que estás agotada.
—Te aseguro que sí. Anoche no dormí, pero gracias.
Con cierto retraso, Justin recordó que su excusa para llamar a Hannah era contarle que había visto a su padre. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que Douglas Connelly no había dado importancia al estado de Kate.
—¿Te has topado con mi padre saliendo del edificio de Kate? —preguntó Hannah, asombrada.
—Sí. De hecho, acaba de irse en su coche.
—No me dijo que pasaría por allí, pero no tiene importancia. —Hannah intentó que no se le notase el enfado mientras se preguntaba por qué habría ido su padre al piso de Kate. Seguro que no era porque le preocupaba que hubiera comida que pudiera pudrirse. Había ido a por las joyas, y seguramente quería revolver el escritorio de Kate, husmear en sus asuntos privados.
Justin no tenía duda de que lo que acababa de decirle la había disgustado.
—Hannah, ¿estás bien?
A ella le dio la sensación de que la pregunta procedía de algún rincón muy lejano de la tierra.
—Oh, sí, estoy bien —dijo enseguida—. Justin, lo siento. Es solo que… Me sorprende. Gracias de nuevo por llamar.
Justin Kramer deseaba que, antes de colgar, Hannah hubiera oído que le decía:
—Volveré a llamarte dentro de un par de días.