El martes por la mañana se inició el proceso de retirada de escombros en el complejo Connelly. Tras una profunda investigación, el origen y la causa de la explosión, así como del incendio, quedaron resueltos más allá de toda duda. El conducto de gas había sido desenroscado ligeramente —clara señal de manipulación—, generó una fuga en el museo, y el gas explotó al entrar en contacto con un cable pelado que había en la sala Fontainebleau.
Los investigadores periciales del seguro encontraron patas en forma de garra quemadas y rotas de antiguas sillas y mesas señoriales, así como retales de tejidos hilados siglos atrás. Hallaron algunas piezas a una manzana de distancia, en las entradas de los almacenes. Pero había llegado la hora de retirar todos aquellos restos rotos y potencialmente peligrosos.
Se transportaron hasta allí montacargas. Se bajaron contenedores de otros camiones y se colocaron en la zona donde se iniciaría la limpieza. Los trabajadores empezaron por el museo, que durante años había albergado los lujosos muebles antiguos y originales que Dennis Francis Connelly había tenido el orgullo de imitar.
—Parece una zona de guerra —comentó José Fernández, uno de los jóvenes trabajadores, al supervisor—. Quienquiera que lo haya provocado, lo hizo a conciencia.
—Es una zona de guerra —coincidió el supervisor—. Y quienquiera que lo haya hecho, lo hizo a conciencia. Debemos tener cuidado con los socavones. No quiero que nadie se haga daño, ni quiero que se estropee la maquinaria.
A lo largo de todo el día, con solo una pausa a mediodía para comer, el numeroso equipo de limpieza se dedicó a retirar los escombros cubiertos de ceniza y a derribar las paredes de piedra resquebrajadas, que empezaban a combarse.
A las cinco en punto de la tarde, mientras estaban recogiendo, apareció un hoyo grande en el pavimento, en una zona próxima al lugar donde estaban aparcadas las furgonetas.
—No hay que lamentar daños —dijo el supervisor—. Precíntenlo por si algún idiota decide venir esta noche en plan carroñero.
Agradecidos por la decisión de no tener que hacer la reparación del socavón en ese momento, los trabajadores colocaron cuatro postes alrededor del resquebrajado pavimento y extendieron una cinta de color amarillo chillón que decía: PELIGRO.
Por hoy basta, pensó José mientras se estiraba para aliviar sus doloridos hombros y se ponía al volante de uno de los camiones. Con un máster en historia antigua, y más de cien mil dólares en becas universitarias, se había sentido agradecido al conseguir ese trabajo y se prometió a sí mismo que sería solo temporal, hasta que mejorase su situación económica. Criado en un piso de protección oficial de Brooklyn, donde vivía con sus padres, esforzados trabajadores e inmigrantes de Guatemala, le gustaba buscar alguna frase que encajase con la situación en la que se encontraba.
Por hoy basta, pensó. ¿De dónde venía exactamente esa expresión? Ya sé, se dijo mientras arrancaba el camión. «Así que no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal». Satisfecho consigo mismo, José pisó el acelerador.
A lo lejos, detrás de los camiones que se marchaban, las sombras del crepúsculo habían empezado a proyectarse sobre una silueta oculta casi por completo bajo las losas rotas del pavimento, donde estaba el socavón. Era un esqueleto, y todavía llevaba una sucia y vieja cadena con el nombre TRACEY grabado en el medallón.