El punto álgido de la reunión del miércoles por la tarde en Hathaway Haute Couturier fue el anuncio de que Hannah Connelly tendría su propia marca de moda y diseñaría una serie de vestidos para las pasarelas de la temporada de verano.
Lo primero que Hannah pensó fue en compartir esa maravillosa noticia con su hermana Kate, pero eran casi las siete de la tarde y recordó que Kate había quedado con su padre y con su última novia para tomar una copa y cenar. En vez de eso, llamó a su mejor amiga, Jessie Carlson, que había estudiado en Boston con ella durante dos años antes de que Hannah ingresara en el Instituto de Moda y Tecnología. Jessie había ido a la facultad de Derecho de la Universidad de Fordham.
Jessie soltó un grito de alegría al escuchar la noticia.
—Hannah, Dios mío, eso es genial. Serás la próxima Yves Saint Laurent. Nos vemos en el Mindoro’s dentro de media hora. Yo invito.
A las siete y media, las dos estaban sentadas en un salón privado. El comedor del popular restaurante estaba abarrotado y había mucho ruido, una prueba de su excelente cocina y su ambiente amigable.
Su camarero favorito, el calvo, robusto y sonriente Roberto, les sirvió el vino.
—¿Estáis de celebración, chicas? —les preguntó.
—No te quepa la menor duda. —Jessie alzó su copa—. Por la mejor diseñadora del mundo, Hannah Connelly. —Luego añadió—: Roberto, cualquier día de estos diremos: «Nosotros la conocimos cuando…».
Hannah brindó con Jessie, bebió un sorbo de vino y quiso despreocuparse de lo que podría estar pasando entre su padre y Kate. El negocio familiar estaba naufragando, por lo que la relación entre ellos dos iba de mal en peor.
No obstante, parecía que su amiga le hubiera leído el pensamiento.
—¿Cómo está ese padre tuyo tan guapo? —le preguntó mientras mojaba pan italiano en el aceite que había vertido en el plato—. ¿Ya se lo has contado? Sé que se alegrará muchísimo por ti.
Solo ella podría haber dicho esa frase en un tono tan irónico. Hannah miró con cariño a su antigua compañera de clase. El pelo rizado y rojizo de Jessie, recogido atrás con una pinza, le caía en cascada por debajo de los hombros. Sus ojos, de un azul intenso, brillaban, y su piel, blanca como la leche, no tenía ni una gota de maquillaje. Con su metro ochenta, sobrepasaba en altura a Hannah incluso sentada al otro lado de la mesa. Era una deportista nata, y tenía un cuerpo delgado y bien torneado. La moda le era totalmente indiferente, así que recurría a Hannah cuando tenía que vestirse para una ocasión especial.
Hannah se encogió de hombros.
—Oh, ya sabes cuánto se emocionará. —Imitó la voz de su padre—: «Hannah, eso es maravilloso. ¡Maravilloso!». Después olvidará lo que le he contado. Y en un par de días me preguntará cómo va el negocio del diseño de moda. El playboy del mundo occidental nunca ha tenido mucho tiempo ni para Kate ni para mí y, cuanto más viejo se hace, más desapegado está de nosotras.
Jessie asintió en silencio.
—Ya percibí la tensión en el ambiente la última vez que cené con vosotros. Kate lanzó un par de indirectas muy duras a tu padre.
Roberto se acercó a la mesa con las cartas en la mano.
—¿Queréis pedir ahora o dentro de unos minutos? —preguntó.
—Linguine con salsa de ostras y ensalada de la casa. —Era el plato de pasta favorito de Hannah.
—Salmón con ensalada tricolor. —Fue la elección de Jessie.
—No sé para qué me molesto en preguntar —dijo Roberto. Llevaba quince años en el restaurante y conocía los platos favoritos de todos los clientes.
Cuando el camarero ya no podía oírlas, Hannah tomó otro sorbo de vino y se encogió de hombros.
—Jessie, conoces a mi familia desde la facultad. Has visto y oído lo suficiente como para hacerte una idea de la situación. El mercado ha cambiado. La gente no compra imitaciones de muebles antiguos tanto como antes, y la realidad es que nuestras copias ya no son tan finas. Hasta hace unos cinco años más o menos contábamos con un par de ebanistas magníficos, pero ahora todos se han jubilado. Cuando murió mi abuelo, hace ya treinta años, mi padre tomó las riendas de la empresa con la ayuda de Russ Link, que había sido la mano derecha de mi abuelo. Pero, tras el accidente, mi padre tardó mucho en recuperarse y, cuando por fin lo hizo, había perdido el interés en el negocio. Estoy convencida de que ni él ni su hermano se implicaron realmente en el funcionamiento de la empresa. Es la clásica historia del inmigrante que se esfuerza para que sus hijos disfruten de todas las ventajas que él no pudo tener.
Hannah se dio cuenta de que hablar con una amiga en quien confiaba por completo le sentaba bien.
—Jess, mi padre está al borde de la ruina. No lo entiendo. Cada día es más imprudente con el dinero. ¿Puedes creer que el verano pasado alquiló un yate durante un mes? ¡Cincuenta mil dólares a la semana! Él alquilando yates mientras el barco familiar se va a pique. Ojalá hubiera conocido a alguien y se hubiera casado cuando éramos pequeñas. Quizá una mujer con buen juicio lo hubiera mantenido en sus cabales.
—Para serte sincera, he pensado en eso en más de una ocasión. Tenía solo treinta años cuando tu madre falleció, y de eso hace casi veintiocho años. ¿Crees que estaba tan enamorado de ella que no ha podido sustituirla?
—Supongo que era el amor de su vida. Ojalá yo lograra recordarla. ¿Qué edad tenía en ese momento? ¿Ocho meses? Kate tenía tres años. Fue una tragedia. Mi padre perdió a su esposa, a su hermano Connor y a cuatro amigos íntimos. Y él estaba al timón de la nave. Aunque debo decir que no se ha sentido culpable por tener tantas novias o como quieras llamarlas. Pero ya basta de desgracias familiares. Disfrutemos de la cena a la que me has invitado y esperemos que Kate, mi padre y quienquiera que lo acompañe esta vez estén comportándose de forma cívica.
Pasadas dos horas, de camino a su piso en Downing Street, en el Greenwich Village, Hannah volvía a pensar en el pasado. Yo era solo un bebé cuando perdimos a nuestra madre, se dijo mientras bajaba del taxi. Le vino a la memoria su niñera Rosie, llamada Rosemary Masse, que se había jubilado y había regresado a su Irlanda natal hacía diez años. Que Dios bendiga a Rosie. Aunque ella nos crio, siempre nos dijo que deseaba que papá volviera a casarse. «Cásese con una buena mujer que quiera a sus dos preciosas hijas y sea una madre para ellas». Era el consejo que le daba a papá, recordó Hannah con una tímida sonrisa mientras entraba en su piso y se acomodaba en su sillón favorito para encender el DVD y ver un par de desfiles que había grabado.
El mortal accidente en el que habían fallecido su madre, su tío y otras cuatro personas se había producido porque el barco en el que habían salido a pescar chocó contra un cable tendido entre un petrolero y una barcaza, en la oscuridad previa al amanecer. Se dirigían a setenta millas hacia el Atlántico, en dirección al lugar donde los atunes solían reunirse al alba. Su padre, Douglas Connelly, fue el único superviviente. Un helicóptero de la guardia costera lo encontró al amanecer, inconsciente y herido de gravedad, en un bote salvavidas. Los restos de la nave a la deriva lo habían golpeado en la cabeza.
No ha sido un padre totalmente ausente, pensó Hannah mientras pasaba los anuncios. En realidad, no estaba mucho en casa porque tenía que viajar por trabajo o estaba demasiado ocupado con su vida social. Russ Link llevaba el negocio y era un perfeccionista. Los otros empleados, como Gus Schmidt, no eran simples ebanistas. Eran artistas. Rosie vivía con nosotros en la Ochenta y dos Este y siempre estaba durante el verano y cuando volvíamos a casa tras las vacaciones escolares. Dios sabe que papá nos enviaría internas en cuanto nos aceptaran.
Hannah no tenía sueño y no apagó la tele hasta la medianoche. Luego se desvistió a toda prisa y se acurrucó entre las mantas, a las doce y veinte de la noche.
* * *
A las cinco de la madrugada sonó el teléfono. Era Jack Worth.
—Hannah, ha habido un accidente, una explosión en la fábrica. Gus Schmidt y Kate estaban allí. Dios sabe por qué. Gus ha muerto y una ambulancia lleva a Kate al Hospital Manhattan Midtown.
Se adelantó a la pregunta de ella.
—Hannah, no sé por qué narices Kate y Gus estaban en el museo a esas horas. Estoy de camino al hospital. ¿Llamo a tu padre o lo haces tú?
—Llámalo tú —dijo Hannah al tiempo que salía a toda prisa de la cama—. Voy para allá. Nos vemos allí.
—Dios mío, que no sea culpa de Kate —suplicó—. Que no sea culpa de Kate…