Shirley Mercer, una atractiva mujer negra de cincuenta y pocos años, era la trabajadora social asignada para visitar a Clyde en el hospital de Bellevue. Llegó junto a su cama durante una guardia a última hora de la tarde del martes. Habían bañado, afeitado y rapado a Clyde. Sufría una bronquitis aguda, pero, en las diecinueve horas que llevaba en el hospital, la temperatura había descendido hasta los valores normales, y el paciente había comido bien. Estaban a punto de darle el alta, y Shirley lo había dispuesto todo para que lo llevaran a una habitación en uno de los hoteles que el ayuntamiento había reconvertido en albergues.
Shirley había estudiado el historial de Clyde antes de visitarlo. El personal del albergue donde se había desmayado sabía muy poco sobre él. Se había alojado allí en contadas ocasiones y siempre había dado un apellido diferente. Creían que el nombre de pila era auténtico. Siempre decía que se llamaba Clyde. Sin embargo, su apellido cambiaba continuamente: Clyde Hunt, Clyde Hunter, Clyde Holling, Clyde Hastings.
Hastings era el apellido que había dado en el albergue esa última noche, tras haber recuperado la conciencia y mientras esperaba la llegada de la ambulancia.
Algunos de los vagabundos que acudían al albergue contaron al director que llevaban años viendo a Clyde deambular por ahí.
—Siempre va solo de aquí para allá. No quiere hablar nunca con nadie. Se pone de muy mala baba si alguien se le arrima para dormir cerca de él en la calle. Hacía un par de años que casi nunca se le veía de noche. Todos creíamos que había encontrado algún escondite.
Otro indigente explicó que el sábado por la noche Clyde había propinado un puñetazo a Sammy porque este pretendía dormir en el mismo sitio que él.
Sin embargo, Shirley se fijó en que no tenía ficha policial y en que, al parecer, llevaba muchos años de vagabundo. Clyde había dicho a la enfermera que tenía sesenta y ocho años, lo que parecía verdad. Una cosa está clara, pensó Shirley; si se queda en la calle, morirá de neumonía.
Pertrechada con esa información, acudió junto a la cama de Clyde. El hombre tenía los ojos cerrados. A pesar de las manchas en la piel y las profundas marcas de expresión entre la nariz y los labios, Shirley se dio cuenta de que debía de haber sido un hombre muy guapo de joven.
Le tocó la mano. Él abrió los ojos de golpe y levantó la cabeza de la almohada como un resorte.
—Lo siento, señor Hastings —dijo ella con amabilidad—. No pretendía sobresaltarlo. ¿Cómo se encuentra?
Clyde se dejó caer cuando vio la amable expresión en la mirada de la mujer que se encontraba de pie junto a su cama. Entonces empezó a toser; una tos grave y hosca que le propinó un latigazo en el pecho y la espalda. Al acabar, se apoyó de nuevo en la almohada.
—Ya no tengo tanta fiebre —dijo.
—Fue un acierto que lo trajeran aquí anoche —comentó Shirley—. De no haber sido así, hoy podría tener una neumonía grave.
Clyde recordó vagamente que se había desmayado justo al llegar al albergue. Entonces de golpe le vino a la cabeza otra cosa.
—¡Mi carrito! ¡Mis cosas! ¿Dónde están?
—Se las han guardado —respondió Shirley enseguida—. Clyde, ¿Hastings es su apellido?
—Sí. ¿Por qué?
—A veces ha dado otros apellidos.
—A veces me confundo.
—Entiendo. Clyde, ¿tiene usted familia?
—No.
—¿Nadie? ¿Algún hermano o hermana?
Clyde pensó en la foto de Peggy, Skippy y él. Por un momento se le humedecieron los ojos.
—Sí que tiene a alguien, ¿verdad? —preguntó Shirley en un tono comprensivo.
—Eso fue hace mucho tiempo.
Shirley Mercer entendió que no tenía sentido seguir hablando sobre un posible vínculo familiar.
—¿Estuvo alguna vez en el ejército? —inquirió—. Según su informe médico, tiene cicatrices en el pecho y la espalda. Por su edad, podría ser veterano de la guerra de Vietnam.
Estaba acercándose demasiado a la verdad.
—Jamás he estado en el ejército —dijo Clyde, y luego añadió—: Fui lo que llamaban «objetor de conciencia».
Joey Kelly. «Dile a mi madre que la quiero mucho…». Nunca visité a su madre, pensó Clyde. No podría decirle que su hijo intentaba que no se le salieran las tripas mientras pronunciaba esa frase. Y que su sangre me empapaba como si fuera yo el que me estaba muriendo, ni…
—¡Cállese! —gritó con violencia a Shirley Mercer—. Cállese y dígame cuándo me devolverán la ropa. Me largo de aquí.
Shirley retrocedió, tenía miedo de que le pegara.
—Clyde —le replicó—, se marchará ahora. Estoy arreglándolo todo para que le den una habitación en uno de los hoteles del ayuntamiento. Se llevará su medicación; no olvide tomársela. Allí estará caliente y seco, y podrá comer. Lo necesita para recuperarse.
Ten cuidado, se advirtió Clyde a sí mismo. Sabía que había estado a punto de pegar a esa mujer. Si lo hago, me detendrán y acabaré en uno de esos horribles agujeros que llaman «cárceles».
—Lo siento —se disculpó—. Lo siento mucho. No debería haberme enfadado. Usted no tiene la culpa. Es usted una mujer muy amable.
Sabía cómo sería el hotel. Un vertedero. Un auténtico vertedero. Me largaré en cuanto me deje allí, pensó. Encontraré otro lugar como mi furgoneta, donde pueda quedarme cada noche.
Entonces abrió mucho los ojos. La televisión de la pared, que quedaba justo detrás de la trabajadora social, estaba encendida. Vio a unos tipos de las noticias enseñando la foto de Peggy, Skippy y él. Van a echarme la culpa de todo, se dijo; de la explosión, de lo que le pasó a la chica que entró en la furgoneta esa noche.
Intentando no expresar el pánico que sentía, comentó:
—Estaré encantado de ir al hotel con usted. Ya lo había imaginado. No puedo seguir en la calle.
—No, no puede —afirmó Shirley Mercer con firmeza, aunque sabía perfectamente lo que pensaba Clyde.
Haremos todo lo posible para que se instale, pero él se largará, se dijo. Me pregunto cuál será su verdadera historia, aunque supongo que nunca lo sabremos.
—Buscaré a alguien para que lo ayude a vestirse —dijo justo después de levantarse—. Le darán ropa agradable y cálida.
Detrás de ella, el presentador de las noticias estaba diciendo: «Si reconoce a la familia de esta foto, por favor, llame de inmediato al siguiente número…».