Tim Fleming era el supervisor jefe de bomberos al que tenían que dar cuentas Frank Ramsey y Nathan Klein. Durante los cinco días que habían transcurrido desde la explosión en el complejo Connelly habían entregado informes diarios sobre la investigación, con actualizaciones detalladas. El martes por la mañana, en forma tras una noche de sueño reparador, se encontraban en el despacho de su supervisor, en Fort Totten.
Fleming, un hombre de complexión fuerte, de casi sesenta años, con el pelo gris y cara de póquer, había revisado al detalle los informes y fue directo a los hechos más destacados del caso. Su voz, muy bien modulada, era profunda y resonante.
—¿Ese tal Connelly y el gerente de la fábrica dejaron una furgoneta accidentada en el aparcamiento de la empresa durante cinco años? Sería interesante averiguar si ese conductor borracho que tenían chocó solo contra un árbol o si se llevó por delante a un pobre tipo en bicicleta.
—La carrocería de la furgoneta se ha analizado a fondo en busca de sangre o de tejido humano —explicó Klein para tranquilizar a su jefe—. Sí que chocó contra un árbol. Era un olmo y, por lo que los investigadores han comentado, ya estaba muerto.
—Así que el dueño de la casa, gracias al accidente, se libró de que el árbol se desplomara sobre el tejado en un día de tormenta —observó Fleming—. Qué majo el conductor.
Ramsey y Klein sonrieron. Su jefe era famoso por ese tipo de comentarios. Pero Fleming volvió a centrarse en el asunto de inmediato.
—El cuaderno de Jamie Gordon se encontró en la furgoneta, pero eso no significa que fuera ella quien lo llevó hasta allí.
—No, así es.
—¿Y el vagabundo que se había instalado en el vehículo está fichado?
—No lo hemos encontrado. Las huellas de la furgoneta no coinciden con las de nadie con antecedentes penales.
—Bien. Convocaremos una rueda de prensa al mediodía para notificar que es posible que un vagabundo estuviera en el complejo en el momento de la explosión. Supongo que las descripciones de los sin techo que aparecen en el cuaderno ya están circulando por todas las comisarías de la ciudad.
Klein y Ramsey asintieron en silencio.
—Los polis conocen a la gente de la calle. No me sorprendería que identificaran a unos cuantos bastante deprisa. El comisario general de policía ha decidido que pasará copias de esa foto familiar a los medios de comunicación. Pero seguiremos sin decir nada a la prensa sobre el cuaderno de Jamie Gordon. Los chicos del laboratorio de criminología saben que el nombre de la chica no debe ni susurrarse.
—Desde luego —confirmó Ramsey.
—Comunicar a los medios lo del vagabundo ya es darles suficiente carnaza —dijo Fleming—. Ahora solo hablan de la posibilidad de condenar a la hija de Connelly, que está en estado grave, por haber provocado la explosión con su cómplice, ese tal Schmidt.
Se levantó, lo cual indicaba que la reunión había terminado.
—A las doce en punto —añadió—. Estáis haciendo un buen trabajo, chicos. Por cierto, no me sorprende.
* * *
Tres horas después, la rueda de prensa se convirtió en noticia candente por la información sobre el vagabundo que podía haber estado presente en el momento de la explosión. Se entregaron copias de la foto de la joven pareja con el bebé. Tras casi una semana de especulaciones sobre la culpabilidad de Kate Connelly y Gus Schmidt, ese nuevo ángulo era carne fresca para los periodistas, que así podían mantener la noticia en primera plana.
A las dos en punto, la foto tomada hacía más de cuarenta años en una modesta casa de una sola planta en Staten Island ya circulaba por internet.
* * *
Frank Ramsey era más optimista que Nathan Klein en cuanto a que la imagen pudiera estar relacionada con el vagabundo.
—Yo creo que alguien la tiró a la basura al limpiar su casa —predijo Nathan—. Por ejemplo, cuando Kat LeBlanc, una amiga de Sarah, mi mujer, perdió hace poco a su abuela, descubrió cajones llenos de fotos antiguas. La mayoría eran instantáneas de hace ochenta o noventa años de los primos de la abuela y de personas que Kat ni siquiera podía identificar. Sarah le preguntó si se llevaría todo a casa y lo guardaría en el desván para que sus hijos tuvieran que tomarse la molestia de tirarlas dentro de treinta o cuarenta años.
—¿Y qué hizo su amiga? —inquirió Frank recordando que su propia madre conservaba cajas de fotografías de parientes fallecidos hacía mucho tiempo.
—Kat se quedó algunas en las que salía su abuela. Luego escogió otras en las que podía reconocer a ciertas personas, y rompió las demás.
—Yo sigo creyendo que la foto de la furgoneta nos dará alguna pista —dijo Frank— y estoy deseando visitar a Lottie Schmidt otra vez. Además, el informe de la oficina de Hacienda de Nueva York llegará en cualquier momento, a lo largo del día de hoy. Si Gus Schmidt pagó impuestos por ganar ese boleto de lotería premiado, «me comeré la gorra», como decía mi padre.
—Tu gorra está a salvo —le aseguró Klein—. Volveré a llamar a los tipos de Hacienda y esta vez les diré que «urgente» significa «urgente».