Durante el fin de semana Jack Worth llamó a Douglas Connelly para preguntar por Kate, y siempre recibió la misma respuesta: «Ningún cambio».
El lunes por la tarde, cuando Jack hizo su llamada, respondió la nueva novia de Doug, Sandra.
—Kate tiene fiebre —le explicó ella—. Doug lleva un buen rato en el hospital, con Hannah. Cenaremos tarde. El pobre hombre está muy preocupado y, entre tú y yo, creo que Hannah está portándose fatal con él. Lo he visto con mis propios ojos. Cualquiera diría que ella es la única que está hecha polvo por lo de su hermana. Ya le he comentado a Doug que debería ponerla en su sitio y decirle que deben apoyarse emocionalmente.
—No podría estar más de acuerdo —puntualizó Jack Worth, aunque arqueó las cejas con gesto sarcástico—. Douglas Connelly quiere a sus hijas más que a su propia vida.
—Me refiero a que él me confesó en una ocasión que no había vuelto a casarse porque temía que la presencia de una madrastra afectara a las niñas. Ahora yo te pregunto: ¿no crees que fue un gran sacrificio para un hombre tan guapo y generoso como Doug?
Sandra hablaba en un tono indignado.
De haber estado casado, no habría salido con tantísimas tías buenas todos estos años, pensó Worth. Habría estado atrapado como yo, tendría que haberse divorciado y habría tenido que repartir sus bienes. Doug no habría hecho eso nunca.
—Hizo un gran sacrificio por sus hijas —respondió a Sandra insuflando sinceridad en su tono de voz.
Al colgar, Jack Worth se sintió incómodo. Estaba muy bien que Doug se imaginara que Kate se había dejado embaucar por Gus Schmidt para acudir al complejo, porque Gus quería que ella muriera en la explosión. Pero ¿serviría de algo? Y si Kate salía del coma, ¿aceptaría fingir que esa versión era cierta? Si así era, todo iría bien. Pero si no lo hacía, Doug no cobraría la póliza de millones de dólares por las antigüedades, por no hablar del valor del resto del complejo. Se quedaría con un terreno que valía muchísimo dinero, pero nada comparado con el precio total de los muebles, los edificios, la maquinaria y todo cuanto pudiera tasar el perito.
Pero la esposa de Gus Schmidt prácticamente había admitido que creía que Gus y Kate habían planeado la explosión. Lo irónico era que Lottie había dicho que, si Kate se recuperaba y podía librarse de esta, Gus sería acusado. Y los comentarios de Lottie sobre lo mal que Gus se había sentido con la familia Connelly les ayudarían a cobrar el seguro.
Jack Worth echó un vistazo a su casa de estilo colonial, que había sido decorada con mucho gusto por la que fuera su mujer, Linda, antes de que se marchara hacía quince años. No le dijo que iba a dejarlo. Sencillamente se marchó y se llevó a Johnny consigo. Le dejó una nota sobre la mesa.
«Querido Jack:
Me he esforzado por que esto funcione, pero es imposible, y no funcionará porque no paras de tener asquerosas relaciones con las empleadas de Connelly. Voy a pedir el divorcio. Mis padres me apoyan por completo. Me quedaré con ellos hasta que encuentre un lugar donde vivir. Mi madre está muy contenta de encargarse de Johnny mientras yo esté trabajando y el niño no esté en la guardería. Adiós,
Linda».
Linda era enfermera en la unidad de neonatología del Hospital Presbiteriano de Columbia. Seguía allí, pero ahora estaba casada con un ginecólogo, Theodore Stedman. A los doce años Johnny, John William Worth hijo, solicitó el cambio de apellido para ser John William Stedman y no sentirse diferente a sus dos hermanos pequeños.
—Y además, papá —explicó el niño a Jack—, tampoco te veo mucho.
—Bueno, ya sabes cómo va todo, Johnny. Soy un tipo bastante ocupado.
Ahora Johnny tenía dieciocho años y era quarterback del equipo de fútbol americano de su instituto. Jack sabía que esa noche su hijo jugaba un partido importante y, por un momento, se planteó acudir. Luego se encogió de hombros. Hacía frío y no le apetecía mucho sentarse en los gélidos bancos metálicos para animar al equipo local. Sobre todo porque a su hijo no podía importarle menos que él estuviera allí.
Pensó en trasladarse hasta su casa en Connecticut, cerca del casino Mohegan Sun, donde podía probar suerte jugando a las veintiuna. Pero esa noche no se sentía muy afortunado y, en lugar del casino, decidió ir al pub local, donde podía sentarse a la barra, comerse un buen filete, tomar un par de copas y ver el partido de béisbol en una tele de pantalla grande. ¿Y por qué no? A lo mejor tenía suerte con alguna de las muchas mujeres que iban al pub.
Jack sonrió y pensó en que era una buena alternativa para un día tan desagradable. Se dirigía al armario de la entrada para coger la chaqueta cuando le sonó el teléfono. Era el jefe de bomberos Frank Ramsey.
—Me alegro de encontrarlo, señor Worth —le dijo—. Llegaremos a su casa dentro de veinte minutos. Es importante.
—Claro, vengan enseguida —respondió Worth.
Colgó despacio y se dejó caer en una butaca. Se quedó mirando al frente mientras intentaba imaginar qué era aquello tan urgente por lo que los bomberos necesitaban verlo de inmediato. Tranquilo, se dijo. No hay nada de qué preocuparse. Absolutamente nada.