En su última visita a la empresa familiar, a Kate le había sorprendido descubrir que las cámaras de seguridad seguían sin funcionar.
—Kate, tu padre no ha dado el visto bueno para instalar un nuevo sistema —dijo Jack Worth, el jefe de fábrica—. El problema es que todo en esta compañía necesita una actualización. Y el hecho es que ya no contamos con los ebanistas que trabajaban aquí hace veinte años. Los de ahora cobran sueldos prohibitivos, porque el mercado es cada vez más reducido, y la calidad del producto no es la misma. Las devoluciones de los muebles por parte de los clientes son cada vez más frecuentes. No entiendo por qué tu padre se niega a vender este lugar a un constructor. El terreno vale, por lo menos, veinte millones de dólares.
Y luego añadió a regañadientes:
—Claro que, si lo hiciera, me quedaría sin trabajo. Con el cierre de tantas empresas no hay mucha demanda de jefes de fábrica.
A sus cincuenta y seis años, Jack conservaba el cuerpo de luchador que había tenido a los veintitantos. Su poblada melena rojiza estaba veteada de canas. Kate sabía con certeza que era un jefe estricto tanto en la fábrica como en la tienda y el museo privado, que ocupaba tres plantas decoradas con antigüedades de un valor incalculable. Jack había empezado a trabajar en la empresa hacía más de treinta años como ayudante de contabilidad y había ascendido a la gerencia hacía cinco años.
Después de la cena con su padre y Sandra, Kate se había puesto el chándal y había programado el despertador a las tres y media de la madrugada. Se había echado en el sofá creyendo que no se dormiría, pero sí lo hizo. El problema fue que tuvo un sueño agitado, plagado de pesadillas que no lograría recordar pero que la habían inquietado. El único fragmento que pudo traer a la memoria era una escena recurrente en sus sueños: una niña aterrorizada, vestida con un camisón de flores, corriendo por un largo pasillo, alejándose de unas manos que intentaban atraparla.
Solo me faltaba ahora esta pesadilla, pensó cuando apagó la alarma y se incorporó. Diez minutos después, abrigada con una chaqueta negra y un pañuelo en la cabeza, estaba en el aparcamiento de su edificio y entraba en su Mini Cooper.
A esa hora tan temprana ya había tráfico en Manhattan, pero era fluido. Kate se dirigió hacia el este por Central Park, dobló a la altura de la calle Sesenta y cinco y, a los pocos minutos, cruzó el puente de Queensboro. Tardó solo diez minutos más en llegar a su destino. Eran las cuatro y cuarto, y sabía que Gus aparecería en cualquier momento. Aparcó detrás de los contenedores situados en la parte trasera del museo y esperó.
El viento soplaba con fuerza y el coche empezó a enfriarse. Cuando estaba a punto de volver a encender el motor, la luz brumosa de unos faros apareció en la esquina y la ranchera de Gus avanzó hasta detenerse junto al Mini Cooper.
Bajaron de los coches al mismo tiempo y se dirigieron con rapidez hacia la puerta de servicio del museo. Kate llevaba una linterna y la llave. Giró la llave en la cerradura y empujó la puerta. Suspiró con alivio y dijo:
—Gus, es maravilloso que hayas venido a estas horas. —Una vez dentro, utilizó la linterna para iluminar el tablero de la alarma—. ¿Puedes creer que incluso el sistema de seguridad interno está averiado?
Gus llevaba una gorra de lana calada hasta las orejas. Un par de mechones le caían sobre la frente.
—Tiene que ser algo importante para que me hayas pedido que venga a estas horas —dijo—. ¿Qué ocurre, Kate?
—Espero estar equivocada, Gus, pero en la sala Fontainebleau hay algo que quiero enseñarte. Necesito que me des tu opinión porque eres un experto en la materia. —Metió la mano en el bolsillo, sacó otra linterna y se la dio—. Mantenla apuntando hacia el suelo.
Subieron en silencio las escaleras de la parte de atrás. Mientras Kate pasaba la mano por la delicada madera de la barandilla, recordó las anécdotas que había oído sobre su abuelo, que llegó a Estados Unidos como un inmigrante con estudios pero sin un penique y logró amasar una fortuna en la Bolsa. A los cincuenta años vendió la compañía inversora que había creado e hizo realidad su sueño de reproducir muebles antiguos. Adquirió una propiedad en Long Island City y construyó un complejo que incluía una fábrica, una tienda y un museo privado, donde expondría la colección de antigüedades que había adquirido durante años y que a partir de entonces se dedicaría a imitar.
A los cincuenta y cinco decidió que quería un heredero y se casó con mi abuela, que era veinte años más joven que él. Entonces nacieron mi padre y mi tío. Papá se ocupó de la dirección del negocio solo un año antes del accidente, pensó Kate. Después se encargó Russ Link, hasta que se jubiló hace cinco años.
Mobiliario antiguo de imitación Connelly había sido una empresa floreciente durante sesenta años, pero, tal como Kate intentaba explicarle a su padre una vez y otra, el mercado de las imitaciones de lujo era cada vez más pequeño. Kate no había tenido el valor de decirle que su costumbre de beber tanto, descuidar el negocio y llegar a la oficina a una hora distinta cada día eran indicios de que había llegado la hora de vender la empresa. Afrontémoslo. Cuando murió mi abuelo, Russ se encargó de todo, pensó.
Desde el pie de la escalera, Kate empezó a decir:
—Gus, lo que quiero enseñarte es el escritorio… —Se calló de pronto, lo agarró por el brazo y añadió—: Dios mío, Gus, este lugar apesta a gas.
Lo tomó de la mano, se volvió y regresó a la puerta.
Habían dado solo un par de pasos cuando se produjo una explosión y la escalera se derrumbó sobre ellos.
Tiempo después, Kate apenas recordaba que se había limpiado la sangre de la frente y había arrastrado el cuerpo inerte de Gus hacia la puerta. Las lenguas de fuego lamían las paredes, y el humo era cegador y la asfixiaba. De pronto, la puerta se abrió con un estallido, y el fuerte viento irrumpió en el corredor. El instinto de supervivencia empujó a Kate a coger a Gus por las muñecas y tirar de él unos metros hasta llegar al aparcamiento. Luego lo vio todo negro.
Cuando llegaron los bomberos, Kate estaba inconsciente, con una herida en la cabeza y la ropa hecha jirones.
Gus yacía en el suelo a escasos metros, inmóvil. El peso de la escalera derrumbada le había provocado lesiones muy graves. Estaba muerto.