A mediodía, la destartalada furgoneta había sido llevada al laboratorio de criminología para ser analizada, palmo a palmo, con el objeto de averiguar quién la había usado como refugio. Y si esa persona había estado allí la noche de la explosión, ¿tendría algo que ver con lo ocurrido?
—Sin ninguna duda esto abre otra posibilidad —dijo Frank Ramsey a Nathan Klein. Ambos se dirigían a casa de Lottie Schmidt—. Sabemos que quienquiera que se hubiera instalado allí tenía el periódico del miércoles. Seguramente lo había sacado de alguna papelera. Tenía pegotes de comida por todas partes. Yo supongo que esa persona, hombre o mujer, aunque apuesto a que era un hombre, entraba en el complejo por la noche. No había vigilante ni cámaras de seguridad. Y probablemente se marchaba a primera hora de la mañana, antes de que alguien llegara a trabajar. Y así ha sido durante mucho tiempo. Los periódicos más antiguos tienen casi dos años.
—Y si no tuviera nada que ver con el incendio, podría haber oído o haber visto algo o a alguien en el lugar. —Klein estaba pensando en voz alta—. Sería interesante averiguar si la muestra de ADN o las huellas coinciden con las de alguien fichado.
—Ya sabes que hay dos personas a las que no les alegraría mucho saber que el incendio fue provocado por un vagabundo. Nuestros amigos peritos de la compañía de seguros —comentó Frank—. Lo pasarán fatal si se niegan a pagar a Connelly y se descubre que el mendigo tiene un historial delictivo, sobre todo si entre los delitos está el incendio provocado.
Frank había llamado antes a Lottie y le había preguntado si podían pasar por su casa unos minutos. Percibió resignación en su voz cuando ella le respondió:
—Contaba con que querrían volver a verme.
Treinta y cinco minutos después estaban llamando al timbre de su modesta casa en Little Neck. Con mirada práctica, ambos hombres observaron que los setos estaban recién recortados, el viejo arce japonés del jardín delantero había sido podado hacía poco y el caminito de entrada estaba limpio de malas hierbas.
—Parece que Gus Schmidt cuidaba mucho la casa y el terreno —observó Nathan—. Apuesto a que esas persianas están recién pintadas, y se ve que reparó las tejas de madera de la parte derecha de la casa.
Lottie Schmidt abrió la puerta justo a tiempo para escuchar ese último comentario.
—Mi marido era un hombre muy meticuloso en todos los sentidos —dijo—. Adelante.
Abrió más la puerta y se apartó para dejarlos entrar. Luego la cerró y los condujo hasta el salón.
Con una sola mirada, Ramsey vio que estaba amueblado exactamente igual que el salón de sus padres hacía cincuenta años. Un sofá, un sillón de piel, otro de orejas y sillas y mesitas supletorias a juego con la mesa de centro. Portarretratos familiares sobre la repisa de la chimenea y otra serie de fotos en la pared. La alfombra de estilo persa, aunque no auténtica, estaba deshilachada por algunas partes.
Lottie vestía una falda negra de lana, un jersey de cuello alto de color blanco y una rebeca oscura. Llevaba su ralo pelo blanco pulcramente recogido en un moño. Tenía expresión de agotamiento en la mirada, y los jefes de bomberos se fijaron en que le temblaban las manos.
—Señora Schmidt, sentimos mucho tener que molestarla otra vez. No es nuestra intención apenarla más de lo que ya lo está. Pero queremos que sepa que la investigación sobre la explosión no ha terminado, ni de lejos —dijo Frank Ramsey.
Lottie puso cara de preocupación.
—Eso no es lo que leo en los periódicos. Algún periodista del Post ha estado hablando con los amigos de Gus. Uno de los de su equipo de bolos, que todavía trabaja en la fábrica de Connelly, le comentó que hace solo un par de semanas Gus le dijo que le hiciera el favor de prender fuego a todo el complejo con una cerilla.
—Retrocedamos un poco en el tiempo. Cuando despidieron a su marido, ¿fue totalmente inesperado?
—Sí y no. Habían tenido un jefe maravilloso durante años. Se llamaba Russ Link. Empezó a dirigir la empresa un par de años antes del naufragio. Douglas Connelly prácticamente puso en sus manos todas las operaciones diarias. Douglas se pasaba por allí dos o tres veces por semana si no estaba fuera de vacaciones.
—¿Iba bien la empresa cuando la dirigía Russ Link?
—Gus decía que los problemas habían empezado incluso antes de que él se marchara. Las ventas habían caído muchísimo. A la gente ya no le interesaba ese tipo de muebles tanto como antes. Quieren comodidad y algo fácil de mantener, no sofás barrocos y aparadores de estilo florentino.
Lottie hizo una pausa; tenía los ojos inyectados en sangre.
—Gus era su mejor ebanista. Todo el mundo lo sabía. El mercado había disminuido, pero nadie era capaz de imitar un mueble como él. Ponía todo su cariño en cada pieza. Y luego ese miserable de Jack Worth sustituyó a Russ y en un par de meses despidieron a Gus.
—¿Conoce bien a Jack Worth?
—No personalmente. Para nada. En las fiestas de Navidad de la empresa siempre se ponía en evidencia. Gus me contó que Jack no paraba de echar los tejos a las jovencitas del trabajo. Por eso su mujer se divorció de él. Y tenía muy mal carácter. Si estaba de malhumor, cargaba contra cualquiera.
—Teniendo en cuenta todo eso, supongo que Gus se alegró de dejar la fábrica Connelly —comentó Nathan Klein.
—A Gus le encantaba su trabajo. Sabía cómo mantenerse alejado de Jack.
Frank Ramsey y Nathan Klein estaban sentados en el sofá. Lottie estaba en el sillón de orejas. Frank se inclinó hacia delante, con las manos entrelazadas, y miró directamente a los ojos de Lottie.
—¿Su hija sigue aquí?
—No. Gretchen regresó ayer a Minnesota. Es masajista y tiene una clientela muy activa.
—Me dijo que estaba divorciada.
—Desde hace muchos años. Gretchen es una de esas personas nacidas para estar soltera. Se siente muy feliz con su trabajo y sus amigos, y es un miembro muy activo de la iglesia presbiteriana de su localidad.
—Por las fotos que hemos visto, sabemos que tiene una casa muy bonita —comentó Klein—. Yo diría que, por lo menos, debe de costar un millón de dólares. Nos contó que su padre se la había comprado hace unos cinco años, pocos meses después de que lo despidieran. ¿De dónde sacó Gus el dinero para hacerlo?
Lottie estaba preparada para esa pregunta.
—Si echan un vistazo a nuestra chequera, verán que Gus se encargaba de todas las cuestiones relacionadas con el dinero. Pagaba las facturas y me daba efectivo para las compras y cualquier imprevisto. Era muy ahorrador. Algunas personas dirían incluso que era tacaño. Hace cinco años, cuando yo estaba en el hospital, compró un billete de lotería y ganó tres millones de dólares. He olvidado qué lotería del Estado era. Siempre se gastaba veinte dólares en boletos, todas las semanas.
—¡Ganó la lotería! ¿Pagó impuestos por ese dinero?
—¡Oh, claro que sí! —exclamó Lottie. Y añadió—: Gus siempre se preocupó por Gretchen. Le angustiaba que, si nos pasaba algo, ella pudiera gastarse todo el dinero que le dejáramos. Cuando ganó la lotería, hizo lo que le pareció mejor para asegurarse de que ella estuviera bien. Le regaló esa casa, y a ella le encanta. Con el resto del dinero de la lotería, le compró una anualidad para que siempre tuviera un ingreso con que cubrir los gastos de mantenimiento de la vivienda.
Lottie miró abiertamente a ambos jefes de bomberos.
—Estoy bastante cansada, como creo que entenderán. —Se levantó—. Y ahora, ¿puedo pedirles que se marchen?
Los hombres la siguieron en silencio hasta la salida. Tras cerrar la puerta, los dos inspectores se miraron. No necesitaban decirse nada. Ambos sabían que Lottie Schmidt había mentido.
Entonces Frank dijo:
—No importa dónde ganó supuestamente la lotería, el Estado se queda automáticamente con parte del premio en concepto de impuestos. Es fácil comprobarlo. Aunque intuyo que no tardaremos en descubrir que Gus Schmidt no ganó nunca un premio gordo.