En cierto sentido, Clyde Hotchkiss era muy cuidadoso. Siempre intentaba que del dinero que recogía mendigando le quedara lo suficiente para comprar un billete de metro de al menos un viaje. El destino no importaba. Se subía a un vagón a última hora de la noche y salía para ir a la furgoneta o donde quisiera. Algunas veces se quedaba dormido durante el trayecto, llegaba hasta el final del recorrido y luego volvía a Manhattan.
Tras la pelea con Sammy, y después de que lo echaran del aparcamiento el domingo por la mañana, empujó su carrito hasta la calle Treinta y uno para ponerse en la cola de reparto de pan de San Francisco. Luego, como sabía que Sammy contaría a sus amigos sin techo lo que había ocurrido, y que ellos se pondrían de su parte, hizo algo que odiaba: quedarse en un albergue para vagabundos el domingo por la noche. Cuando llegó allí, estar cerca de tanta gente casi lo vuelve loco. Era como si tuviera otra vez el cuerpo de Joey Kelly apretado contra el suyo, como en Vietnam, pero se quedó allí. Tosía mucho, y el dolor de su antigua lesión en la cadera era cada vez más intenso. El hecho de haber olvidado la foto con Peggy y Skippy al marcharse de la furgoneta empezaba a obsesionarlo. Al principio no le había importado, pero ahora sabía que necesitaba la tranquilidad que le proporcionaba la foto, la sensación de ser querido por alguien. No había visto ni a Peggy ni a Skippy en todos esos años, pero de pronto los contempló en su mente con toda claridad.
Y luego el rostro de Joey y la cara de esa chica empezaron a seguir a las de Peggy y Skippy, y comenzaron a darle vueltas y más vueltas, como un tiovivo.
El lunes llovió de nuevo. La tos de Clyde se volvía más profunda cuando temblaba. Estaba acuclillado junto a un edificio en Broadway. Casi ninguno de los transeúntes que pasaban a toda prisa se paraba para echar una moneda ni un billete de un dólar en la ajada gorra que había colocado junto a sus pies. Su suerte estaba cambiando, y él lo sabía. Se había acostumbrado tanto a la protección nocturna de la furgoneta que no podría durar mucho en las calles sin ella.
Con frío y calado hasta los huesos, empujó su carrito por el centro hasta otro albergue para pasar la noche. Al llegar a la puerta, se desmayó.