Mark Sloane quedó con Nick Greco a la una en punto del lunes. Le explicó que acababa de mudarse para empezar en un nuevo trabajo y que no podía tomarse más de una hora de su tiempo de comida para encontrarse con él. La alternativa podía ser reunirse a las cinco de la tarde.
—Llego muy temprano a la ciudad, pero luego tengo que coger el tren de las cinco y veinte para volver a casa —le dijo Greco—. ¿Puedo sugerirle que venga a comer y que pidamos algo para llevar en un local de la zona?
Nick Greco, de sesenta y pocos años, tenía una estatura media y el cuerpo atlético de un corredor de toda la vida. Tenía el pelo, antes negro, casi completamente cano. Sus gafas de cristales al aire acentuaban sus ojos de color marrón oscuro, que veían el mundo con una mirada tranquila pero penetrante. Era un insomne rematado, a menudo se levantaba a las tres o cuatro de la madrugada y se paseaba por la habitación que su mujer llamaba «su refugio nocturno». Allí leía un libro o una revista, o encendía la tele para ponerse al día de las últimas noticias.
Justo después de las cinco de la madrugada del pasado jueves, vio en las noticias las primeras imágenes del incendio que estaba arrasando el complejo de Mobiliario antiguo de imitación Connelly, en Long Island City. Como siempre, Nick empezó a pensar como un investigador. Su memoria fotográfica se llenó de inmediato con los detalles de la tragedia que había ocurrido casi tres décadas atrás, cuando Douglas Connelly, su esposa Susan, su hermano Connor y cuatro amigos habían sido víctimas de un naufragio. Solo Douglas había sobrevivido.
La tragedia parece perseguir a algunas personas, pensó Greco. Primero ese tipo pierde a su mujer, a su hermano y a sus amigos. Y ahora su hija está en coma y su empresa queda destruida. Luego los medios empiezan a insinuar que Kate Connelly y un antiguo empleado, Gus Schmidt, podrían haber conspirado para provocar la explosión. A Greco no se le ocurría nada peor que perder a una hija, a menos que la verdadera tragedia fuera que tu hija destruyese el trabajo de tu vida y que, en el proceso, causara la muerte de otra persona.
Pero no era eso lo que estaba pensando cuando la recepcionista anunció la llegada de Mark Sloane, hermano de Tracey Sloane, desaparecida hacía tanto tiempo.
—Que pase —dijo Greco mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta. Unos segundos después, estaba estrechando la mano de Mark e invitándolo a sentarse a la mesa de reuniones de su espacioso despacho.
Estaban de acuerdo en pedir bocadillos de jamón y queso con pan de centeno. Greco solicitó a la recepcionista que llamara para encargarlos.
—Tengo una buena cafetera —explicó a Mark—. Así que, si ambos tomamos café solo, podríamos beberlo muy caliente en lugar de pedirlo fuera y tener que esperar.
Le gustó la primera impresión de Mark Sloane, con su firme apretón de manos y su contacto visual directo a pesar de lo alto que era. Pero también percibió que estaba algo tenso. ¿Y quién no lo estaría?, pensó Nick Greco, comprensivo. Tiene que ser muy duro revivir la desaparición de su hermana. Por eso dedicó unos minutos a charlar con Mark sobre su nuevo trabajo antes de abrir el expediente que había revisado a primera hora del día.
—Como ya sabe, yo era uno de los investigadores encargados del caso de la desaparición de Tracey —dijo Greco—. Al principio, por el procedimiento habitual, se consideró que se hallaba en paradero desconocido, pero al no presentarse en el trabajo, al perder dos audiciones importantes y al no ponerse en contacto con ninguno de sus amigos, ya se supuso que había pasado algo malo.
Leyó en voz alta el expediente:
—«Tracey Sloane, de veintidós años de edad, salió del Tommy’s Bistro, en el Greenwich Village, donde trabajaba como camarera, a las siete de la tarde. Rechazó ir a tomar una copa con varios compañeros del trabajo porque dijo que iría directamente a casa. Quería dormir lo suficiente para estar fresca antes de una audición que tenía programada para la mañana siguiente. Al parecer, nunca volvió a su piso en la calle Veintitrés. Como no se presentó en el trabajo en los dos días siguientes, Tom King, el dueño del restaurante, temiendo que hubiera tenido un accidente, decidió a ir a su piso. Acompañado por el portero del edificio, entraron dentro. Todo estaba en orden, pero Tracey no se encontraba allí. Ni su familia ni sus amigos volvieron a verla ni a saber nunca más nada de ella».
Greco miró a Mark al otro lado de la mesa. Descubrió el dolor en su mirada, un dolor que había visto muchas veces a lo largo de los años en otras personas que intentaban localizar a un ser querido desaparecido.
—Su hermana salía con gente, pero, según toda la información que recibimos, su carrera era lo primero, y no quería mantener una relación seria. Después de las clases de interpretación se tomaba una hamburguesa y una copa de vino con algunos compañeros de clase, pero eso era todo lo que hacía. Investigamos un amplio círculo, preguntamos a sus vecinos y amigos, a las personas de la academia y a los compañeros de trabajo, pero no tuvimos éxito. Sencillamente había desaparecido.
Llegaron los bocadillos. Greco sirvió café para ambos. Cuando se percató de que Mark apenas tocaba la comida, dijo:
—Mark, por favor, coma. Le aseguro que el bocadillo está bueno, y usted tiene un cuerpo bastante grande que debe llenar. Sé que ha venido para recibir respuestas, pero no puedo dárselas. Siempre tengo presente el caso de su hermana. Cuando me jubilé, me llevé una copia del expediente. Nunca pensé que fuera un secuestro con asesinato sin más. A menos que hiciera muy mal tiempo, su hermana siempre volvía a casa caminando. Les decía a sus compañeros que así hacía ejercicio. No creo que se la llevaran estando en la calle. Creo que se encontró a alguien a quien conocía y que había estado esperando a que saliera del restaurante.
—¡Quiere decir que alguien quería asesinarla! —exclamó Mark.
—O al menos recogerla cuando saliera del trabajo, pero algo salió mal. Podría ser alguien que ella considerase un amigo pero que se hubiera obsesionado con ella. Tracey quizá aceptó que la llevara en coche. A lo mejor él perdió la cordura al verla y la situación se le fue de las manos. Puedo decirle que aunque hayan pasado veintiocho años, el caso jamás se ha cerrado. Hace poco se descubrieron los cadáveres de cuatro mujeres que habían desaparecido hacía más de veinte años. Estaban enterradas en el mismo lugar, fue obra de un asesino en serie. Se tomaron muestras de ADN de los cuerpos y se compararon con los de los miembros de las familias que habían colaborado en los últimos años a completar las bases de datos policiales relativos a casos como este.
—Ni a mi madre ni a mí nos han pedido jamás muestras de ADN —dijo Mark—. Teniendo esto en cuenta, no me parece que el caso siga abierto.
Greco asintió en silencio.
—Estoy totalmente de acuerdo, pero nunca es tarde. Llamaré a la oficina del fiscal de Manhattan y me aseguraré de que les pidan las muestras a ambos. Nos pondremos en contacto con su madre para que colabore. Dígale que no se preocupe. No es más que un bastoncillo que se mete en la boca, como los bastoncillos para las orejas.
—¿Así que hoy por hoy no tienen ninguna pista de quién puede ser el sospechoso?
—No, nunca ha habido un sospechoso. Aunque me haya jubilado, los chicos de la oficina me habrían avisado si hubiera surgido alguna novedad. La única pregunta que teníamos, y que todavía tenemos, es la importancia de esta foto que Tracey tenía sobre su cómoda.
Mark la miró. Tracey, hermosa, con su larga melena y su sonrisa vivaracha, estaba sentada a la mesa con dos mujeres y dos hombres.
—Al parecer se tomó una de las noches en que Tracey se reunió con sus amigos en Bobbie’s Joint —dijo Nick—. Los investigamos a los cuatro y no descubrimos ninguna conexión. Pero, de alguna manera, siempre he creído que esta foto nos dice algo y no sabemos qué es.