Lawrence Gordon, presidente y director general de Gordon Global Investments, cuya hija en edad universitaria, Jamie, había sido asesinada hacía dos años, había dado instrucciones a Lou, su chófer, de recogerlo en su despacho de Park Avenue el viernes por la tarde, a las tres y cuarto, pero pasó más de una hora antes de que pudiera irse.
Las últimas noticias eran que tres empresas importantes publicarían sus previsiones del cuarto trimestre y ninguna había alcanzado sus expectativas. Esta revelación había provocado que los valores en la Bolsa se desplomaran.
Lawrence había permanecido frente a su escritorio para seguir el desarrollo de los acontecimientos. A última hora de la tarde, la Bolsa se había estabilizado.
Con un suspiro de alivio, por fin subió a su coche y comentó a Lou:
—Todavía no son las cinco. Al menos nos hemos adelantado a la hora punta.
—Señor Gordon, la hora punta empieza a las cuatro, pero llegará a casa antes que el resto de la familia —respondió Lou.
Bedford, en el centro del condado de Westchester, estaba a una hora de viaje en coche. Lawrence solía aprovechar ese tiempo para leer informes y ponerse al día con las noticias. Pero ese día reclinó el asiento, se echó hacia atrás y cerró los ojos.
A sus sesenta y siete años, el metro ochenta y ocho que había medido en tiempos se había quedado en un metro ochenta y dos. Su cabellera rala y canosa, sus rasgos patricios y el aura de autoridad que irradiaba eran las razones por las que, en los numerosos artículos que hablaban sobre él, lo describían de manera inevitable como una persona «distinguida».
Esa noche Lawrence y su esposa, Veronica, celebraban su cuadragésimo quinto aniversario de boda. Hasta hacía dos años siempre lo habían festejado con un viaje a París, Londres o en su mansión en Tórtola.
Eso fue así hasta que su hija Jamie desapareció. El dolor laceraba el cuerpo de Lawrence cada vez que pensaba en su niña, su única hija. Veronica y él creían que su familia ya estaba completa con los tres varones que habían tenido: Lawrence, Edward y Robert. Pero cuando Rob tenía diez años, nació Jamie. Tanto Veronica como él tenían entonces cuarenta y tres años, pero estaban encantados y emocionados con la llegada de su hija.
Lawrence recordaba lo contento que se había sentido la primera vez que sostuvo a la recién nacida en brazos, con su hermosa carita y sus ojazos castaños. Le agarró el pulgar con sus deditos, y él experimentó una felicidad absoluta. Pensó en sus antepasados colonos y en la creencia de que existía un vínculo eterno entre un padre y su hija pequeña, un lazo de amor que los unía para siempre.
Jamie, la niña de oro. Todos podríamos haberla malcriado, pero ella nunca permitió que eso pasara, pensó Lawrence con tristeza. Desde niña tenía conciencia social. Cuando estaba en el instituto se ofreció voluntaria para ayudar en las colectas de comida y ropa. Mientras estudiaba en la Universidad de Barnard pasó dos veranos con la ONG Habitat, uno en Sudamérica y otro en África.
En el último curso de carrera, específicamente para la clase de sociología, hizo un trabajo sobre los indigentes. Les explicó a sus padres que eso implicaría conversar con los sin techo, que literalmente vivían en la calle.
Lawrence y Veronica intentaron disuadirla del proyecto, pero Jamie siempre había sido tozuda. Prometió que tendría mucho cuidado y bromeó mientras aseguraba que no tenía ninguna intención de ponerse en peligro.
—Tengo un radar para las personas. Confiad en mí. No voy a meterme en una situación que no pueda manejar —insistió.
Pero tres semanas después de empezar el proyecto, Jamie desapareció. Un mes más tarde, el barco del guardacostas encontró su cuerpo en el East River. Tenía un moratón negro y azulado en la mandíbula y las manos atadas. La habían estrangulado.
No hallaron ni una sola pista del lugar donde había estado ni del asesino. Como las cámaras de seguridad la habían captado caminando por las calles del sur de Manhattan el día anterior a su desaparición, el caso lo llevaba la oficina del fiscal de Manhattan. John Cruse, el inspector a cargo de la investigación, llamaba a Lawrence con frecuencia.
—Le prometo que este caso seguirá abierto y activo hasta que localicemos al animal que le hizo eso a su hija —había dicho Cruse.
Lawrence negó con la cabeza. No quería pensar en Jamie justo en ese momento, ni en el fresco perfume de su pelo castaño, que le llegaba por debajo de los hombros, tostado por el sol.
—Si sigues lavándotelo todos los días, se te caerá —le decía él en broma.
Cuando estaba en la universidad y volvía a casa para pasar el fin de semana, le gustaba acurrucarse junto a su padre en el sofá y ver las noticias de la noche.
Mientras el coche realizaba su lento recorrido por Manhattan hasta la autovía del West Side, Lawrence se concentró en el regalo que le haría a Veronica por el aniversario de boda. Donaría dos millones de dólares para la cátedra de sociología en la Universidad de Barnard a nombre de Jamie. Sabía que eso complacería a Veronica. Echaba muchísimo de menos a Jamie. Ambos la extrañaban, pensó.
Cuando doblaron hacia el norte para entrar en la autovía, miró el Hudson. En los días de niebla como aquel, el río parecía una sombra móvil de color gris opaco. Lawrence desvió rápidamente la mirada. Siempre que pasaba junto al Hudson o el East River imaginaba el cuerpo de Jamie saliendo a flote, con su largo pelo cubierto de fango.
Sacudió la cabeza para borrar esa imagen horrible y se inclinó hacia delante para encender la radio.
Eran las cinco y media cuando Lou presionó el botón que abría las puertas de acceso a la casa. Lawrence se desabrochó el cinturón apenas enfilaron el camino de la entrada principal. Sus hijos y nueras llegarían a las seis, y él quería tener tiempo para ponerse cómodo.
Cuando bajó del coche, Lou ya había abierto la puerta de la lujosa mansión, de ladrillo vista. Lawrence estaba a punto de subir las escaleras curvilíneas del vestíbulo cuando miró hacia el comedor. Veronica estaba allí sentada, junto a la chimenea, vestida ya para la noche, con una colorida blusa de seda y una larga falda negra.
Si a Lawrence lo consideraban distinguido, a ella la describían en los medios como «la encantadora y elegante Veronica Gordon», una frase que por lo general encabezaba una lista de obras de caridad en las que la esposa de Lawrence siempre participaba. En el último año, los artículos habían incluido la Fundación para los sin techo, creada por Lawrence y ella en recuerdo de Jamie.
Veronica siempre procuraba mantener el ánimo bien alto, pero algunas noches él se despertaba y la oía intentando acallar los sollozos con la almohada. Entonces él la abrazaba y le decía:
—Está bien que lo saques, Ronnie. Es peor que te lo guardes.
Cuando entró en el salón, ella corrió hacia él. Enseguida se dio cuenta de que tenía los ojos vidriosos.
—Lawrence, no te lo vas a creer. No te lo vas a creer.
Antes de que él pudiera responder, ella siguió hablando a toda prisa:
—Sé que pensarás que es una locura, pero he oído hablar de una vidente que es increíble.
—¡Ronnie!, ¿no habrás ido a verla? —exclamó Lawrence, anonadado.
—Sabía que pensarías que estoy loca. Por eso no te había contado que le pedí hora. Se ha reunido con unas personas en casa de Lee esta tarde. Lawrence, ¿sabes lo que me ha comentado?
Él esperó la respuesta. Fuera lo que fuese, había consolado a Veronica, y eso le parecía bien.
—Lawrence, me ha dicho que yo había sufrido una tragedia, una tragedia terrible, que había perdido a una hija llamada Jamie. Me ha asegurado que Jamie está en el cielo. No estaba destinada a tener una vida larga. Todo el bien que estamos haciendo en su memoria la hace muy feliz. Pero se angustia cuando ve lo mal que lo estamos pasando y nos pide que intentemos ser felices por su bien.
Lee seguramente había pedido a la vidente que dijera esas palabras a Veronica. Que Dios la bendiga, pensó Lawrence.
—Y ha dicho que el bebé que va a nacer será una niña, y que Jamie está muy contenta de que vayan a ponerle su nombre.
Su hijo Rob y su esposa estaban esperando su tercer hijo para Navidad y habían decidido no saber el sexo del bebé. Ya tenían dos niños pequeños. Si era una niña, pensaban llamarla Jamie.
Lee también sabía eso, pensó Lawrence.
La expresión de Veronica cambió.
—Lawrence, sabes lo difícil que es para nosotros que no arresten al asesino de Jamie antes de que le ocurra lo mismo a otra chica.
—Y también es duro no haber estado en la sala de juicios y presenciar cómo condenaban a ese monstruo a pudrirse en prisión durante el resto de su vida —espetó Lawrence.
—Ocurrirá. La vidente ha dicho que muy pronto encontrarán algo que perteneció a Jamie y eso permitirá que la policía dé con el asesino.
Lawrence se quedó mirando a su mujer. Seguro que Lee no le ha dicho eso a la vidente, pensó. Por el amor de Dios, ¿la vidente no es una farsante? ¿Es posible que eso vaya a ocurrir?
Pocos días después recibió la respuesta.