Después de ver a Kate en la UCI y encontrarse con Hannah en el hospital el viernes por la mañana, Douglas Connelly se había ido a casa.
Sandra había pasado la tarde del jueves con él y en algún momento de la noche se marchó. A Doug no le extrañaba que hubiera recibido un mensaje de texto de Majestic, o como se llamara ese rapero de aspecto desaliñado, pero le daba igual.
¿Había hecho bien diciéndole a Hannah que Kate se había disculpado por lo del incendio? ¿Habría sido mejor no comentarle nada más? Hannah se había dado cuenta enseguida de que mentía cuando le dijo que Kate le había susurrado que lo quería. Pero luego, cuando afirmó que Kate había dicho que lamentaba lo del incendio, Hanna puso cara de espanto.
Hannah le contó que había contratado a su amiga Jessie para que representara a Kate si la acusaban de haber planeado la explosión.
¿Y Gus? ¿Su mujer también contrataría un abogado para defender su reputación?
Doug se hacía esas preguntas mientras regresaba a casa desde el hospital, poco después de las nueve. El piso de ocho habitaciones en la calle Ochenta y dos Este, donde había criado a sus hijas, estaba justo al final de la Quinta Avenida, al doblar la esquina del Museo de Arte Metropolitano. Ahora sus dos hijas tenían su propio apartamento. Él no necesitaba tanto espacio, pero le gustaba vivir en la zona de los museos y le encantaba el restaurante que había en su edificio. El piso estaba lleno de muebles de Mobiliario antiguo de imitación Connelly, decorado con un gusto exquisito, aunque el propio Doug admitía que la atmósfera era demasiado formal, aparte de que el mobiliario no era especialmente cómodo.
De hecho, era un recordatorio diario de que Kate tenía toda la razón. Los multimillonarios, o bien compraban antigüedades como inversión, o bien combinaban antigüedades y comodidad. Decorar con imitaciones de muebles exclusivos, aunque fueran de muy buena calidad, ya no estaba de moda ni siquiera en los hoteles de cinco estrellas, que habían sido sus mejores clientes. Doug reconoció esa realidad cuando Kate amuebló su propio piso, aunque lo hubiera hecho como un acto de rebeldía. Ni una mesa procedía de la fábrica.
Doug abría y cerraba la mano mientras pensaba. Para calmar sus nervios se sirvió un vaso de vodka, a pesar de que era muy temprano. Mientras bebía poco a poco, a sorbos, se sentó en su sillón con respaldo reclinable y tapicería de cuero e intentó encontrar un sentido a todo lo que estaba ocurriendo. ¿Debía contratar un abogado? No necesitaba a ninguno para saber que la compañía de seguros no pagaría la póliza por las antigüedades ni por todo el complejo si se demostraba que un miembro de la familia había provocado el incendio.
Sin el negocio, aunque estuviera perdiendo dinero, me quedaré sin liquidez en dos meses, pensó. Podría cobrar un adelanto por la venta de la propiedad con la condición de que no estará disponible hasta que se dicte sentencia. De repente un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. Ahora no, se dijo mientras cerraba los ojos. Recordó el momento en que su vida cambió para siempre, cuando navegaba y el barco chocó contra un cable tendido entre un petrolero y una barcaza. Fue como si hubieran zarpado hacia el fin del mundo. La proa del barco se partió en dos y el resto se hundió hasta llegar al fondo del mar.
Él iba al timón. Los otros estaban en el camarote.
Nunca se enteraron de lo que ocurrió, pensó. La tripulación del petrolero tampoco supo que habíamos chocado con el cable. Cuando el barco estaba hundiéndose, él se puso un chaleco salvavidas, tiró el bote salvavidas al agua, cogió una bolsa con su documentación y saltó. Doug cerró los ojos con la esperanza de que el recuerdo se disipara. Y de pronto desapareció, tan rápido como había llegado. Resistió el impulso de servirse otro vodka. En lugar de eso, cogió su móvil y llamó a Jack Worth. No habían vuelto a hablar desde el día anterior, cuando se vieron en el hospital.
Jack respondió al primer tono. Cuando estaban en el complejo o delante de otras personas, él siempre llamaba a Douglas «señor Connelly», pero cuando estaban solos era «Doug».
—¿Cómo está Kate?
—No hay ninguna novedad.
—¿Fuiste ayer a la propiedad?
—No, quería pero no. Fui dos veces al hospital, y los jefes de bomberos estuvieron aquí anoche. Tú sí pasaste por allí, ¿verdad?
—Fui directamente desde el hospital. Los jefes de bomberos se pusieron bastante duros con el tema de la falta de seguridad en las instalaciones. —Jack Worth parecía preocupado—. Tengo la sensación de que, como soy el jefe de fábrica, creen que debí insistir en que las cámaras funcionaran. Ya les dije que ibas a vender el lugar por un buen precio.
A Doug no le gustaba el miedo que se apreciaba en el tono de Jack.
—Algunos empleados de la fábrica han llamado a la mujer de Gus —dijo Jack—. Ya sabes lo popular que era. Ella les dijo que hoy se celebraría el velatorio en la Funeraria Walters, en Little Neck, de cuatro a ocho. Gus no se relacionaba contigo ni conmigo después del despido, así que no sé si iré.
—Creo que deberías hacerlo —repuso Doug con determinación—. Y yo también iré. Eso demostrará nuestro respeto por Gus. —Miró el reloj—. Estaré allí a eso de las seis. —Lo pensó un momento y supo que no quería cenar con ninguna de las mujeres que tenía anotadas en la agenda—. ¿Por qué no vas a la misma hora y después vamos a comer algo?
—Me parece bien. —Jack Worth dudó un instante y añadió—: Doug, ten cuidado con lo que bebes hoy. Tiendes a irte de la lengua cuando bebes demasiado.
Aunque sabía que era cierto, Douglas Connelly se enojó por la sugerencia y dijo en un tono cortante:
—Te veo a eso de las seis. —Y colgó el teléfono.