Clyde Hotchkiss había vivido en las calles de distintas ciudades desde mediados de los 70. Era un veterano condecorado de la guerra de Vietnam; fue recibido como un héroe cuando regresó a Staten Island, pero su experiencia en la guerra le obsesionaba. Comentaba sus recuerdos con el psiquiatra para veteranos del hospital, sin embargo había uno que no podía desvelar, y eso que lo tenía muy fresco en la memoria: la noche en Vietnam en la que él y Joey Kelly, el chico más joven del pelotón, se vieron atrapados por una ráfaga de fuego enemigo.
Joey siempre había hablado de su madre, de lo unidos que estaban, y de la muerte de su padre cuando él era un bebé. Clyde y Joey se arrastraban hombro con hombro hacia una arboleda que les ofrecería refugio cuando hirieron a Joey.
Clyde lo abrazó y se dio cuenta de que Joey estaba sujetándose las tripas para que no se le salieran. El joven susurró: «Dile a mi madre que la quiero mucho». Y después empezó a gritar: «Mamá, mamá, mamá…». La sangre empapó el uniforme de Clyde, y Joey murió en sus brazos.
Clyde se había casado con su novia del instituto, Peggy, «la devota Margaret Monica Farley», como la había llamado el periódico local de Staten Island. Se habían reído muchísimo con aquello. Algunas veces, cuando Clyde la llamaba para decirle que llegaría tarde del trabajo, le decía:
—¿Tengo el privilegio de hablar con la devota Margaret Monica Farley?
Dotado para cualquier tarea relacionada con la construcción, Clyde consiguió un puesto en una constructora local y se convirtió rápidamente en la mano derecha del jefe.
Tres años más tarde nació Clyde hijo, y no tardaron en ponerle el apodo de Skippy.
Clyde amaba a su mujer y a su hijo con una pasión profunda y duradera, pero los llantos del bebé le hacían recordar a Joey, sobre todo a aquel al que había visto morir.
Comenzó a beber. Un cóctel con Peggy después de un duro día de trabajo, vino durante y después de la cena… Cuando Peggy expresó su preocupación, él empezó a ocultar el vino en distintos lugares. Cuando ella perdió la paciencia, le rogó que buscara ayuda.
—La guerra vuelve a afectarte —dijo Peggy—. Clyde, tienes que ir al hospital de veteranos y hablar con alguno de los médicos de allí.
Cuando a Skippy empezaron a salirle los dientes, todas las noches los despertaba gritando: «Mamá, mamá, mamá…», y Clyde supo que jamás podría vivir una vida normal, que necesitaba estar solo.
Unos días antes de Navidad, cuando Peggy y el bebé estaban en casa de los padres de ella en Delray Beach, Florida, donde vivían felices porque se habían jubilado antes de tiempo, Clyde supo que todo había terminado. Se bebió una botella de vino tinto, se puso una camisa de franela, unos vaqueros gruesos y unas botas. Guardó los guantes en el bolsillo de su cálida chaqueta vaquera y escribió una nota: «Mi devota Margaret Monica, mi pequeñín Skippy. Lo siento. Os quiero mucho, pero no puedo vivir así. Todo el dinero de nuestros ahorros es para ti, Peggy, y para Skippy. Por favor, no lo gastes buscándome».
Clyde no firmó la nota. Sacó sus siempre lustrosas medallas del aparador del salón y las dejó sobre la mesa. Luego cogió la foto enmarcada de Peggy, Skippy y él, y la metió en la mochila que ya había llenado con un par de botellas de vino.
Se aseguró de que la puerta trasera de su pequeño rancho en Staten Island quedara cerrada con llave y empezó su paseo de cuarenta años hacia ninguna parte…
En la actualidad tenía sesenta y ocho años, se estaba quedando calvo, renqueaba porque se había roto la cadera cuando se cayó en las escaleras del metro y no se afeitaba a menos que encontrara una cuchilla en alguna papelera. Clyde vivía una vida solitaria.
Pasaba los días mendigando por las calles, lo suficiente para comprar bebida. Al principio vivió varios años en Filadelfia e incluso realizó algunas chapuzas para tener algo de calderilla. Pero cuando los vagabundos con los que pasaba la noche empezaron a mostrarse demasiado amistosos, desconfió. Así que partió rumbo a Baltimore, donde vivió unos cuantos años más. Hasta que un día sintió la necesidad de regresar a su ciudad. Para entonces habían pasado varias décadas.
Cuando por fin volvió a Nueva York, se paseó por los cinco distritos, aunque tenía una rutina bastante marcada. Normalmente desayunaba en el albergue para indigentes de San Francisco de Asís y después iba a otros lugares parecidos a este en los diferentes distritos, donde también conseguía comida. El único albergue que evitaba era el de Staten Island, aunque suponía que Peggy se había ido con Skippy a Florida a vivir con sus padres.
La vara y el cayado de Clyde eran esas botellas de vino que mitigaban el dolor y calentaban su envejecido cuerpo durante las frías noches que pasaba a la intemperie, pues siempre esquivaba los cuidados de los voluntarios que intentaban protegerlo de los tempestuosos vientos invernales. Tenía mucho ingenio para dormir de tapadillo en los cementerios de las iglesias o en edificios en ruinas, independientemente de la ciudad en la que se encontrara. Ahora buscaba refugio en las estaciones de metro abandonadas o entre los coches de algún aparcamiento, después de que el guarda cerrara el lugar por las noches.
Con los años había desarrollado un sexto sentido que lo mantenía siempre alerta. En una ocasión, cuando se encontraba en Filadelfia, golpeó a un policía que se había empeñado en llevarlo a un albergue y estuvo a punto de pasar la noche en prisión. Al final accedió a ir al refugio, pero no quiso que eso volviera a ocurrirle jamás. Demasiada gente. Demasiada cháchara.
Clyde empezó una nueva vida en el complejo Connelly hacía poco más de dos años. Una noche, alrededor de las once, entró en el metro con su carrito de la compra y recorrió varias estaciones, hasta que se quedó dormido. Al despertarse se encontraba en la estación de Long Island City y decidió salir del metro. Clyde recordaba vagamente que ya había estado en esa zona y que todo eran antiguas fábricas, algunas vacías y otras en funcionamiento. Su sentido de la orientación, que todavía conservaba, lo ayudó y lo llevó hasta el complejo Connelly, una joya en medio de aquel barrio mugriento.
Las pocas luces que vio conducían a la entrada de los edificios. Avanzó con cautela para evitar que lo captaran las cámaras de seguridad. No se acercó a las edificaciones. Supuso que habría algún vigilante somnoliento.
Pero entonces, en uno de los extremos de la propiedad, una vez pasada la zona donde aparcaban los coches, encontró un recinto aislado que le recordó a un aparcamiento techado donde se había refugiado en Staten Island. Solo que este era más grande. Mucho, mucho más grande, se dijo.
Una por una, contó las furgonetas que había. Tres grandes, del tamaño ideal para transportar un montón de cosas, y dos medianas. Una por una, probó todas las puertas. Estaban cerradas con llave.
Finalmente vio otra. Al fondo del todo. Era una noche nublada, pero le bastó para ver que esa furgoneta había sufrido un accidente. El techo estaba destrozado, la puerta lateral no se cerraba, tenía el parabrisas hecho añicos y los neumáticos deshinchados.
Pensó que no estaría mal dormir debajo de la furgoneta y salir por la mañana, antes de que apareciera alguien. Entonces se le ocurrió algo. Probar con las puertas traseras. Tenía mucho frío y el carro pesaba. Movió las manillas y cedieron. El sonido que emitieron fue para él como una señal de bienvenida.
Sacó una linterna bolígrafo de su mugriento bolsillo, apuntó hacia el interior de la furgoneta y soltó un suspiro de placer. Las paredes y el suelo estaban forrados con un acolchado de algodón grueso. Clyde entró, levantó el carrito, lo colocó en el fondo y cerró las puertas.
Inspiró y se alegró al percibir un olor rancio. Eso significaba que nadie había abierto esas puertas hacía mucho tiempo. Temblando de emoción, sacó del carro unos periódicos que harían la función de colchón y los harapos que le servirían de manta. No se había sentido tan cómodo desde hacía muchos años. Con la plena seguridad de que estaba solo, se bebió una botella de vino y se quedó dormido.
No importaba lo tarde que era cuando encontraba un lugar donde dormir, su reloj biológico lo despertaba invariablemente a las seis de la mañana. Recogió los harapos, los metió en el carrito, se abrochó el abrigo y abrió las puertas traseras de la furgoneta. En cuestión de minutos estaba a varias manzanas de distancia con sus pertenencias; era otro mendigo en su viaje interminable a ninguna parte.
Al final del día regresó a la furgoneta, y así acabó convirtiéndose en su lugar de retiro nocturno.
A veces oía que las otras furgonetas salían para hacer algún reparto, rumbo a un lugar lejano. A veces incluso oía murmullos, pero pronto se dio cuenta de que no constituían ningún peligro para él.
Y siempre se marchaba a las seis en punto con todas sus pertenencias. No dejaba rastro de haber estado allí, salvo por un detalle, los periódicos que habían empezado a amontonarse.
Solo hubo un incidente en los dos años previos a la madrugada de la explosión que lo obligó a salir corriendo, justo a tiempo para escapar de los bomberos y la policía. Fue la noche en la que esa chica lo siguió desde el metro y consiguió meterse en la furgoneta antes de que él cerrara la puerta. Era una universitaria que al parecer solo quería hablar con él. Clyde extendió los periódicos, se arropó con los harapos y cerró los ojos. Pero ella no paraba de hablar. Y él no podía beberse su botella de vino en paz. Recordaba haberse incorporado y haberle pegado un puñetazo en la cara.
Pero ¿qué ocurrió después? No lo sabía. Había bebido mucho y se había quedado profundamente dormido muy deprisa. Al despertar, ella ya no estaba. Eso quería decir que debía de estar bien. ¿O había gritado después de que la golpeara? ¿La he metido en el carrito y la he sacado de aquí? No, creo que no, pensó. En cualquier caso, ya no estaba.
Estuvo unos días sin regresar a la furgoneta. Cuando lo hizo, no hubo problema. Supuso que la chica no se lo habría contado a nadie.
Cuando se produjo la explosión, Clyde salió corriendo antes de que llegaran los bomberos e intentó meterlo todo en el carrito. Sin embargo, temía haberse dejado alguna de sus pertenencias.
Echo de menos mi lugar secreto, pensó Clyde con tristeza. Allí me sentía tan seguro que nunca soñaba con Joey.
No era tan tonto como para regresar al complejo incendiado al día siguiente. En un periódico que había encontrado en una papelera de Brooklyn había leído que un tipo que trabajaba en la fábrica y la hija del dueño estaban en el complejo en el momento de la detonación, y se sospechaba que ellos habían provocado el incendio. Qué raro que no los hubiera oído esa noche. Ahora el lugar debía de estar plagado de policías.
Seguramente jamás volvería a su furgoneta. Ni siquiera cuando se dio cuenta de que, con las prisas, había olvidado la foto de Peggy, Skippy y él. Se encogió de hombros. Nunca miraba esa foto. ¿Qué más daba? Casi no recordaba a su familia. Ojalá pudiera olvidar también a Joey.