«No es casualidad que seas pelirroja» era el comentario que solía hacer el padre de Jessica a medida que ella crecía. A los veintiún años, Steve Carlson se había licenciado en la academia de policía de Nueva York, y durante los siguientes treinta años se dedicó a escalar posiciones, hasta que se jubiló siendo capitán. Se había casado con Annie, su novia del instituto, y cuando fue evidente que la familia numerosa que querían tener no iba a ser una realidad, convirtió a su única descendiente, Jessica, en su acompañante en los acontecimientos deportivos.
A pesar de lo unidos que estaban Annie y él, su esposa prefería quedarse en casa leyendo un libro a estar sentada a la intemperie, pasando frío o calor, viendo cualquier tipo de partido.
A los dos años Jessica iba sobre los hombros de Steve al estadio de los Yankees en verano y al de los Giants en otoño. Había sido la goleadora estrella en el equipo de fútbol del colegio y era una tenista muy competitiva.
Su decisión de estudiar derecho había emocionado a sus padres, pero cuando eligió ser abogada criminalista, Steve no se sintió tan encantado.
—El noventa por ciento de los acusados son culpables sí o sí —comentó su padre en una oportunidad.
La respuesta de ella fue:
—¿Y qué pasa con el otro diez por ciento y las circunstancias atenuantes?
Jessie trabajó dos años como abogada en el tribunal penal de Manhattan y luego aceptó una oferta en un despacho que empezaba a especializarse en el área criminalista.
El lunes por la mañana, Jessie entró en el despacho de su jefa, Margaret Kane, una antigua fiscal federal, y le comunicó que había aceptado defender a Kate Connelly contra una posible acusación de incendio provocado.
—Quizá la cosa no se quede ahí —dijo a Kane—. Tal como lo veo, es posible que intenten acusar a Kate de ser cómplice de la muerte de Gus Schmidt.
Margaret Kane escuchó los detalles sobre el caso.
—Adelante —dijo—. Envía a la familia el contrato habitual y el anticipo de la minuta. —Luego añadió con parquedad—: La presunción de inocencia tal vez no sea el mejor alegato en esta ocasión, Jess. Pero mira a ver qué puedes hacer por tu amiga.