Tras pasar la noche en vela, Lottie Schmidt durmió un sueño ligero durante las primeras horas de la mañana del viernes. La última vez que vio el reloj, marcaba las cuatro y cinco, justo la hora en que Gus se había marchado el día anterior. Su esposo no había sido un hombre que demostrara sus sentimientos. En el momento de decirle adiós, se había inclinado y le había dado un beso de despedida. Lottie se preguntó si habría intuido que nunca más regresaría a casa.
Fue el último pensamiento que tuvo antes de dormirse. Más tarde, la despertó el agua de la ducha. Durante unos segundos, llena de esperanza, pensó que era Gus, pero entonces se dio cuenta de que se trataba de Gretchen, que había llegado desde Minneapolis a última hora de la tarde del día anterior.
Lottie suspiró y, con gesto cansado, se incorporó en la cama. Buscó a tientas el albornoz que tenía desde hacía diez años y metió los pies en las zapatillas. El albornoz había sido un regalo de Navidad de Gus. Se lo había comprado en Victoria’s Secret. Recordó que, al ver el envoltorio, pensó que Gus se había gastado el dinero en uno de esos camisones con escote que ella jamás se pondría. Pero al desenvolver el paquete se encontró con un bonito albornoz azul de satén con un cálido forro. Y era lavable.
Ya no fabricaban ese tipo de prendas. En cuanto bajaba la temperatura, ella lo sacaba del armario y se lo ponía al levantarse. Tanto a Lottie como a Gus les gustaba madrugar; siempre se despertaban antes de las siete y media. Gus solía adelantarse para tener preparado el café cuando ella bajara.
Además, se encargaba de recoger los periódicos, y desayunaban en silencio. Lottie siempre era la primera en leer el Post. A Gus le gustaba el News. Ambos tomaban zumo de naranja y comían cereales con trozos de plátano porque el médico les había dicho que era la mejor forma de empezar el día.
Sin embargo, esa mañana no habría un café esperándola. Y tendría que ir a la entrada de la casa para recoger los periódicos. El chico que los repartía no solía llegar hasta la puerta para entregarlos porque no le gustaba dar marcha atrás en dirección a la calle.
El agua de la ducha todavía corría cuando Lottie pasó junto al baño. Pensó que Gus se habría enfadado por el consumo innecesario de agua caliente. Él odiaba el derroche.
Mientras bajaba las escaleras dejó de preocuparse por el hecho de que Gretchen mostrara las fotos de su carísima casa de Minnesota durante el velatorio de Gus. La gente que nos conoce se preguntará cómo puede permitirse una casa tan lujosa. Divorciada y sin hijos, después de trabajar durante años en una compañía telefónica, Gretchen se había hecho masajista. Y es muy buena, pensó Lottie con lealtad hacia su hija. Aunque no gane mucho dinero, ha creado un bonito círculo de amigos. Es muy activa en la iglesia presbiteriana. Pero no piensa las cosas, habla demasiado. Lo único que tendría que decir es…
Lottie no concluyó ese pensamiento. En lugar de hacerlo, entró en la cocina, encendió la cafetera y abrió la puerta.
Al menos no estaba lloviendo. Caminó hasta la entrada y se agachó con cuidado para no perder el equilibrio. Recogió los tres periódicos: el Post, el News y el Long Island Daily, y los llevó a la casa.
Una vez dentro, les quitó los envoltorios protectores y los desenrolló. Los tres tenían en la portada la foto del incendio en el complejo Connelly. Con dedos temblorosos, fue a la página tres del Post. Había una foto de Gus bajo el siguiente titular:
«Víctima del incendio, un empleado resentido con Mobiliario antiguo de imitación Connelly».