La curiosidad de Mark Sloane por su vecina quedó rápidamente satisfecha cuando compró el periódico del viernes. Lo leyó mientras desayunaba un bollo y un café en una cafetería de camino a su despacho. El complejo en llamas salía en primera plana y en las páginas interiores vio una foto de Hannah Connelly en la entrada del hospital, subiendo a un taxi a toda prisa con ayuda de su padre. Qué irónico, pensó. Tanto la empresa que había dejado como en la que estaba ahora trataban con propiedades empresariales. Había visto muchos edificios que habían sido convenientemente arrasados por las llamas cuando se convertían en un lastre económico.
Recordaba cuando Billy Owens, el dueño de un restaurante en Chicago, había cobrado una altísima póliza de seguros tras un segundo incendio que levantaba sospechas. El investigador de la compañía aseguradora había comentado con sarcasmo que la próxima vez que Billy necesitara desprenderse de una propiedad debería intentar inundarla.
Mientras daba un mordisco al bollo, Mark leyó que la viuda de Gus Schmidt insistía en que había sido Kate Connelly, la hija del dueño, quien había propuesto la cita de madrugada en el complejo. Sin embargo, según afirmaban los periódicos, Schmidt era un ex trabajador resentido con la empresa. La mente analítica de Mark coqueteó con la idea de que Schmidt era el cómplice perfecto de alguien que quisiera quemar el complejo. Había una foto de Kate Connelly en el periódico. Era una rubia preciosa.
En cualquier caso, era una coincidencia interesante que la hermana de esa chica viviera justo en el piso de abajo. No la había visto bien por las gafas de sol y porque ella le daba la espalda para que no la viera llorando. Pero estaba claro que no se parecía a su hermana en absoluto. La amiga que la acompañaba, con el pelo de color rojo y una actitud sobreprotectora, le había impactado.
Cuando aceptó la segunda taza de café de la camarera de la barra, se centró en su situación personal. Había ido desde Chicago al nuevo despacho con bastante frecuencia como para familiarizarse con sus compañeros, así que reabriría el caso de la desaparición de Tracey lo antes posible. No es solo por mamá, pensó. Yo tampoco he dejado de pensar nunca en Tracey. Cuando escuché la historia de esa mujer que había desaparecido a los catorce años y escapó de su captor doce o catorce años después, me pregunté si Tracey podía estar retenida contra su voluntad en algún lugar.
Este mes habría cumplido cincuenta años. Pero para mí no ha envejecido, se dijo. Siempre tendrá veintidós.
Pagó la cuenta y salió a la calle. A las ocho de la mañana, el Greenwich Village era un hervidero de gente que se dirigía hacia el metro. Aunque hacía frío, no parecía que fuera a llover, y Mark se sintió feliz de ir andando al trabajo. Oficialmente no tenía que empezar en el nuevo despacho hasta el lunes, pero acercarse ese mismo día le permitiría empezar de una vez el proceso de adaptación. Por el camino pensó en el investigador que se había encargado del caso de Tracey. Nick Greco. Mamá dijo que por aquel entonces debía de tener unos treinta años, así que ahora tendrá sesenta. Seguro que está jubilado, pensó. Intentaré encontrarlo en Google.