Después de interrogar a Douglas Connelly, Frank Ramsey y Nathan Klein pusieron punto final a su jornada. Volvieron en coche hasta Fort Totten, llamaron a su supervisor, completaron los informes y se marcharon a casa. Habían estado de servicio casi veinticuatro horas.
Ramsey vivía en Manhasset, una bonita urbanización en Long Island. Suspiró aliviado cuando llegó a su casa y presionó el botón del mando a distancia para abrir el garaje. Estaba acostumbrado al mal tiempo, pero las horas que había pasado fuera en un día frío, húmedo y ventoso lo habían dejado calado a pesar de la vestimenta térmica. Necesitaba una ducha de agua caliente, ropa cómoda y una copa. Y aunque echaba de menos a su hijo, que estaba cursando el primer año en la Universidad de Purdue, estaba encantado de estar a solas con Celia esa noche, pensó.
No importa cuántos años lleve en esta profesión. Sigue afectándome que un hombre muerto acabe en la oficina forense y que una joven sea trasladada de urgencia en una ambulancia, se dijo. Frank Ramsey era un hombre fuerte que medía un metro ochenta. A sus cuarenta y ocho años, aunque pesaba casi noventa kilos, tenía el cuerpo fibroso gracias al ejercicio. Si pensaba en los hombres de su familia, sabía que por herencia tendría canas a los cincuenta años, pero, para su sorpresa y alegría, de momento solo tenía unas pocas. Era un hombre de trato fácil, pero eso cambiaba de forma radical si se percataba de cualquier incompetencia entre sus subordinados. En el departamento era querido por todos.
Su mujer, Celia, oyó que aparcaba el coche en el garaje y le abrió la puerta de la cocina. Hacía cinco años le habían realizado una doble mastectomía y, aunque el médico le había dado el alta definitiva, Frank siempre temía que un día, al llegar a casa, ella ya no estuviera. Al verla con el pelo castaño sujeto en una coleta, la sudadera y los pantalones de chándal que tan bien le sentaban y con una sonrisa de bienvenida, sintió un nudo en la garganta.
Si le ocurriera algo… Apartó ese pensamiento mientras la besaba.
—Menudo día has tenido —comentó ella.
—Y qué lo digas —le confirmó Frank.
Olió el reconfortante aroma a carne guisada que emanaba de la olla. Era la comida que Celia solía preparar cuando había un incendio importante, y eso que en esos casos nunca había manera de saber cuándo llegaría su marido a casa.
—Dame diez minutos —dijo él—. Y me tomaré una copa antes de cenar.
—Claro.
Pasados quince minutos estaba sentado con ella en el sofá del salón, delante de la chimenea. Tomó un trago del martini con vodka y se comió la aceituna que adornaba el cóctel. La televisión estaba puesta en un canal de noticias.
—Llevan todo el día mostrando el incendio —comentó Celia— y han recuperado las imágenes del naufragio en el que murió la madre de Kate Connelly y su tío hace años. ¿Sabes algo más de ella?
—Está en coma —respondió Frank.
—Es una pena lo de Gus Schmidt. Lo había visto un par de veces.
Cuando su marido puso cara de sorpresa, ella se explicó:
—Lo conocí cuando iba a quimioterapia en Sloan-Kettering. Su mujer, Lottie, también estaba en tratamiento. Lo siento por ella. Era evidente que estaban muy unidos. Debe de estar destrozada. Si no recuerdo mal, tienen una hija, pero vive en algún lugar de Minnesota.
Hizo una pausa y añadió:
—Intentaré averiguar dónde será el funeral. Si hay una ceremonia, me gustaría asistir.
Así es Celia, pensó Frank. Si hay una ceremonia, irá. Mucha gente piensa así pero luego no lo hace. Tomó otro trago de su martini sin sospechar que el nexo entre su mujer y Lottie Schmidt le desvelaría un aspecto importante de la investigación sobre la explosión de Mobiliario antiguo de imitación Connelly.