Cuando supo que se mudaba de forma definitiva a Nueva York, Mark Sloane meditó y tomó unas cuantas decisiones. Firmó un contrato con un agente inmobiliario de prestigio y le especificó el tipo de vivienda que quería. Un piso espacioso de dos habitaciones y dos baños en la zona del Greenwich Village. Su despacho de abogados estaba en el Pershing Square Building, justo enfrente de la Gran Estación Central, así que podría volver fácilmente a casa en metro o a pie.
Los muebles que había acumulado cuando terminó la carrera habían conocido tiempos mejores. Decidió liarse la manta a la cabeza y empezar de cero. Eso también le daba la oportunidad de borrar por completo las huellas de las mujeres con las que había estado y que se habían mostrado más que dispuestas a vivir con él.
El agente inmobiliario le había presentado a un decorador que lo ayudó a escoger el sofá y las sillas, la mesa de centro y las mesitas de café para el salón, la cama, la cómoda, el diván para el dormitorio y una pequeña mesa con dos sillas que encajaban a la perfección bajo la ventana de la cocina, un lujo inusual.
Mark había enviado por mensajería toda su ropa, las estanterías, los libros, la colección de obras de arte indígena y la alfombra tejida a mano, de vivos colores y complejos dibujos, que había comprado en la India.
—Los demás muebles los iré adquiriendo a medida que sienta que estoy en mi casa —dijo al decorador, que se había mostrado ansioso por restaurar las ventanas y comprar otros accesorios.
Salió de Chicago ese jueves, cuando se desató una fuerte tormenta de nieve. Su avión despegó con tres horas de retraso. No es un principio muy alentador, pensó cuando desembarcó en el aeropuerto de LaGuardia y ya había oscurecido. Pero luego, mientras esperaba el equipaje junto a la cinta, reconoció que era una suerte estar allí en ese momento. El trabajo que había desempeñado durante cinco años había perdido su aliciente.
Acordó con su madre que hablarían por skype con frecuencia. De esa forma no tendría que fiarse de que ella le dijera que estaba bien. Además, en Nueva York tenía un montón de viejos amigos que habían sido sus compañeros en la Universidad Cornell. Había llegado la hora de volver a empezar.
También ha llegado el momento de resolver otro asunto, pensó mientras cogía su pesado equipaje. Junto con los demás pasajeros que también habían recogido sus maletas entre las primeras que salieron en la cinta transportadora, se dirigió hacia la parada de taxis y esperó pacientemente en la cola. Su altura lo había convertido en una estrella del baloncesto en la universidad. El pelo rojo cobrizo, como el de su hermana Tracey, se le había oscurecido y ahora era de color castaño. Sus rasgos, un tanto irregulares por una fractura en la nariz que había sufrido durante un partido, se complementaban con unas cejas marrones, unos labios carnosos y una mandíbula cuadrada. A los desconocidos, Mark Sloane les daba la impresión de que era un chico al que había que conocer.
Finalmente subió a un taxi para dirigirse a su piso. En sus visitas anteriores a Nueva York, Mark había observado que muchos taxistas hablaban por el manos libres y no entablaban ninguna conversación con el pasajero. Este conductor era distinto. Tenía el típico acento neoyorquino y ganas de hablar.
—¿Negocios o turismo? —preguntó.
—En realidad a partir de hoy soy residente —respondió Mark.
—¿En serio? Bienvenido a la Gran Manzana. Yo creo que cualquiera que viene a esta ciudad luego no quiere volver a su casa. Aquí siempre ocurre algo. De día y de noche. Me refiero a que no es como vivir en un barrio en las afueras, donde lo más emocionante es ver cómo le cortan el pelo a alguien.
Mark se arrepintió de haberle dado pie a la conversación.
—Hasta ahora vivía en Chicago. A algunas personas también les parece una ciudad muy bonita.
—Sí, puede que sí.
Por suerte, el tráfico se complicó y el conductor tuvo que centrar toda su atención en él. Mark se preguntó cuál habría sido la primera impresión de su hermana Tracey al llegar a Nueva York. No había ido en avión porque no quería gastar demasiado dinero. Había viajado en autobús y se había alojado en una pensión de la YWCA antes de trasladarse al piso donde vivía cuando desapareció.
No tardaré en adaptarme al trabajo, pensó, y después me encargaré de que los investigadores vuelvan a interesarse en la desaparición de Tracey. Supongo que el mejor lugar para empezar será la oficina del fiscal en Manhattan. Esos investigadores fueron los que se encargaron del caso. Tengo el nombre del tipo que dirigió la operación, Nick Greco. Debería localizarlo.
Cuando había acabado de idear el plan, se dio cuenta de que ya habían llegado a su piso en Downing Street. Tras darle una generosa propina al taxista, sacó de la cartera sus nuevas y relucientes llaves, fue hacia el portal y luego entró en el vestíbulo. Había que caminar un poco para llegar al ascensor, donde esperaban dos mujeres muy atractivas: una chica alta, con el pelo de color rojo, y otra morena, menuda y con unas gafas de sol que le cubrían casi toda la cara. Resultaba evidente que estaba llorando.
La pelirroja se fijó en la maleta de Mark.
—Si esta es tu primera vez aquí, te advierto que este ascensor es lento —dijo—. Cuando reformaron estos edificios antiguos, no se molestaron en cambiar los ascensores.
Mark tuvo la sensación de que le daba conversación para que no se fijara en su llorosa amiga.
Sonó el timbre de la puerta principal del edificio y un segundo después el portero, a quien Mark ya había conocido, hizo entrar a dos hombres. Mark oyó con toda claridad la voz de uno de ellos.
—Tenemos una cita con la señorita Hannah Connelly.
Mark reconoció el tono autoritario y supo que, aunque ninguno llevaba uniforme, ambos pertenecían a los cuerpos de seguridad.
—Ahí está, esperando el ascensor —dijo el portero, y señaló a la mujer con las gafas de sol—. Seguramente acaba de llegar.
—Oh, por el amor de Dios, ya están aquí. Ni siquiera has tenido tiempo de comer algo —murmuró la pelirroja.
La voz de la otra mujer sonó temblorosa y resignada cuando dijo:
—Jessie, da igual que lleguen antes o después. No puedo añadir nada nuevo a lo que ya les he dicho esta mañana.
¿De qué va todo esto?, se preguntó Mark cuando la puerta del ascensor se abrió y todos, él, las dos mujeres y los dos hombres, entraron.