Doug Connelly no sabía adónde ir después de dejar a Hannah. Cuando ella bajó del taxi y dobló la esquina, el taxista le preguntó:
—¿Adónde vamos ahora, señor?
Lo único que Doug quería era llegar a casa, tomar un par de aspirinas y beber un poco de café, aunque se preguntó si no sería mejor ir a Long Island City para contemplar el desastre con sus propios ojos. ¿Resultaría extraño que el dueño no pasara por allí cuando había habido un incendio tan brutal?
Por otro lado, era mejor acercarse a la fábrica con su propio coche. Tal vez no debía ir enseguida, después de todo. Indicó al taxista su dirección en la calle Ochenta y dos Este, se recostó en el asiento y cerró los ojos. Intentaba calcular cuál sería el movimiento más adecuado a continuación.
¿Estaba claro que el fuego había sido intencionado? ¿Parecía que Kate se había conchabado con Gus para provocarlo? ¿Y si algo salió mal y todo sucedió demasiado pronto, antes de que pudieran escapar? Cinco años atrás, cuando obligaron a Gus a jubilarse, él se mostró muy enfadado. Las chicas siempre habían tenido buena relación con él. No era imposible que hubiera ayudado a Kate a preparar algún tipo de explosión y que se hubiera desencadenado antes de lo planeado.
Pero ¿podrían cobrar la póliza? Si la compañía de seguros demostraba que un miembro de la familia había provocado el incendio, ¿lo utilizaría como excusa para no pagar la indemnización? Estaba claro que el terreno era valioso, pero la póliza de las antigüedades era de veinte millones de dólares.
Bueno, nadie pensará siquiera que yo haya tenido algo que ver. Doug se refugió en la idea de que había bebido demasiado la noche anterior y que un montón de testigos lo confirmarían. Apenas recordaba que Bernard, su chófer, lo había ayudado a salir del coche y que Danny, el ascensorista, lo había acompañado hasta el sofá de su piso. Llegado el caso, podían testificar sobre su estado, y el portero juraría que no había salido del edificio en toda la noche.
Al menos yo me libraré, se consoló Doug. Si es necesario, prepararé todo para que acusen a Gus. Sobre todo, si Kate no sobrevive, pensó. Aunque luego se avergonzó de haber considerado siquiera esa posibilidad.
El taxi llegó por fin a la puerta de su edificio. El taxímetro marcaba veinte dólares. Doug sacó dos billetes de veinte de la cartera y se los pasó por la abertura de la mampara que separaba la parte de delante y de atrás.
—Quédese el cambio.
Esta es otra de las cosas que Kate odia, pensó. Papá, ¿por qué necesitas dar propinas que equivalen al precio del viaje? Si te parece que así quedas bien, te equivocas.
¿No fue ayer cuando Kate lo miró con desprecio porque había pedido champán? Ahora le parecía que había sido hacía un año. Ralph, el portero del horario diurno, lo esperaba ya con la puerta abierta. Cuando bajó del taxi le preguntó:
—¿Cómo está su hija, señor Connelly?
Al responder le vino a la mente la mirada de desaprobación de Kate la noche anterior.
—Es demasiado pronto para decir nada.
—Hay una joven esperándolo, señor. Ha llegado hace una hora.
—¿Una joven?
Sorprendido, Doug entró con paso enérgico, aprovechando que Ralph aún sostenía la puerta. Sandra estaba sentada en el vestíbulo de estilo modernista, en una silla de lino sin reposabrazos. Al verlo se levantó de un salto.
—¡Oh, Doug! ¡Cuánto lo siento! Debes de estar muy angustiado. ¡Es horrible!
—Ah, la reina de la belleza se ha alejado de Majestic hecha un paño de lágrimas —comentó Doug.
Pero cuando ella le acarició las manos y lo besó en la mejilla, desaparecieron los fantasmas de su cabeza. Sandra podía testificar sobre el lugar donde él había estado la noche anterior. Ya visitaría el complejo al día siguiente, o al otro, o nunca… No quiero verlo, pensó.
La cogió del brazo.
—Subamos —dijo.