Pese a la insistencia de su padre para que se fuera a casa y descansara un poco, Hannah reiteró que pasaría por el despacho, al otro lado de la ciudad, en la calle Treinta y dos Oeste.
—La empresa va a anunciar a los medios una nueva línea de diseño —dijo Hannah. No mencionó que era una nueva marca que llevaría su nombre.
En la esquina del edificio donde estaba su despacho, abrió la puerta del taxi y dio a Doug un beso fugaz en la mejilla.
—Te llamaré en cuanto sepa algo. Te lo prometo.
—¿Volverás al hospital esta noche?
—Sí. Estaré allí a las siete a menos que el médico llame y diga que hay motivos para ir antes.
Hannah se dio cuenta de que estaba entorpeciendo el tráfico cuando oyó el claxon del coche de atrás.
—Hablamos luego —dijo a toda prisa en cuanto pisó la acera.
La calle abarrotada, llena de transeúntes que rozaban sus hombros, y el traslado de percheros llenos de ropa de un edificio a otro conformaban una imagen que a Hannah solía gustarle. Sin embargo, ese día no le ofreció ningún consuelo. Aunque no llovía, el intenso y húmedo viento la hizo apresurarse a entrar en el edificio.
Luther, el guardia de seguridad, estaba en el mostrador de recepción.
—¿Cómo está su hermana, señorita Connelly? —preguntó.
Después del acoso de los medios a la salida del hospital, Hannah se dio cuenta de que el incendio era la noticia más comentada y reconoció que tenía que prepararse para responder a las preguntas sobre ese suceso y su hermana Kate.
—Ha sufrido graves heridas —contestó en voz baja—. Solo nos queda rezar para que se salve.
Tuvo la sensación de que podía leerle el pensamiento a Luther. ¿Qué estaba haciendo Kate allí a esas horas? Sin darle tiempo a que preguntara nada más, Hannah se dirigió a toda prisa hacia el ascensor. Cuando llegó a su despacho y se enfrentó a las sorprendidas reacciones de sus compañeros, se dio cuenta de que nadie esperaba verla allí ese día.
Farah Zulaija, la diseñadora jefe de la empresa, la animó a volver a casa.
—Aplazaremos el anuncio para un momento más apropiado, Hannah —dijo—. Durante varios días el incendio acaparará toda la atención. Algunas personas que viven cerca del East River me han contado que veían las llamas desde la ventana de su casa.
Hannah insistió en quedarse. Aseguró que era mejor estar allí que esperar en el hospital o en su piso. Pero, en cuanto estuvo en su pequeño y abarrotado despacho con la puerta cerrada, se sentó y hundió la cara entre las manos. No sé qué hacer. No sé hacia dónde ir, se dijo. Si Kate no sobrevive, o si vive pero sufre lesiones cerebrales, no podrá defenderse si la acusan de haber provocado la explosión.
¿Cuántas veces en el último año Kate ha dicho sin tapujos que la fábrica debería estar cerrada y que la propiedad debería venderse? Lo sabían todos nuestros amigos, pensó Hannah. Kate y yo tenemos el diez por ciento de las acciones, pero hemos sufrido pérdidas durante los dos últimos años. Gracias a Dios obtuvimos suficientes ganancias para comprarnos un piso.
¿Usó Kate la expresión «hacerla saltar por los aires» con otra persona que no fuera papá?
El médico se lo oyó decir a Doug.
Pero ¿por qué iba a querer que explotara un lugar lleno de antigüedades valiosas? No tiene ningún sentido, concluyó.
Eso la consoló un poco. Pero luego el corazón le dio un vuelco: recordó que había una póliza de veinte millones de dólares solo para las antigüedades.
Hacía poco había visto un vídeo de un coche avanzando a toda velocidad por la autopista y dando bandazos para evitar el choque. La mujer que conducía había llamado a emergencias y gritaba: «¡No puedo frenarlo! ¡No puedo frenarlo!».
Así era como Hannah se sentía en ese momento; pasaba a todo correr de una opción terrible a otra. Supongamos que la explosión fue un accidente y fue una coincidencia que Kate y Gus estuvieran allí justo cuando ocurrió. Era eso imposible ¿incluso a las cuatro de la madrugada? Pero ¿para qué se reuniría Kate con Gus?, pensó.
Cinco años atrás, Jack Worth había dicho que había llegado el momento de que Gus se jubilara porque el temblor que tenía en las manos y la visión cada vez más deteriorada le dificultaban el trabajo. Gus se había enfadado e incluso le había molestado que Kate insistiera en que recibiera la bonificación de un año de sueldo. Pero Kate y él siguieron siendo buenos amigos.
¡Oh, Dios!, tiene que haber una explicación razonable. Kate jamás cometería un delito para conseguir dinero. La conozco muy bien. No puedo creer siquiera que yo esté pensando en esa posibilidad, se dijo mientras echaba la silla hacia atrás. ¿Qué estoy haciendo aquí? Tengo que volver al hospital. Tengo que estar con ella.
Hannah se despidió de sus compañeros de despacho con una frase sencilla:
—Os llamaré si hay algún cambio.
Había apagado el móvil en el hospital y había olvidado volver a encenderlo. Leyó los mensajes. Había también decenas de llamadas de sus amigos y una del jefe de Kate y de sus compañeros. Todos expresaban su inquietud y preocupación. Tres de las llamadas eran de Jessie. «Hannah, llámame», le había dicho.
No llamaré a Jessie hasta que vuelva a ver a Kate, pensó Hannah. ¿Cómo es posible que fuera ayer mismo cuando Jessie y yo celebramos mi propia marca de moda? ¿Importa algo todavía? ¿Hay algo que siga importando si Kate no se recupera?
Cuando llegó al hospital, le dijeron que fuera a la sala de espera de la UCI, que el doctor Patel se reuniría con ella. Al llegar allí vio a alguien de pie junto a la ventana, dándole la espalda. Le bastó ver el pelo rojizo de Jessie para que pudiera liberar el miedo que crecía en su interior.
Unos segundos después, sollozando y temblando, estaba rodeada por los brazos de su amiga.