El doctor Ravi Patel no dio signos de haber oído el comentario fuera de lugar de Doug Connelly. En lugar de eso, haciendo caso omiso de Doug, se dirigió a Hannah.
—Señorita Connelly, tal como le he dicho antes de operar a su hermana, ha sufrido graves contusiones en la cabeza y el cerebro está inflamado. Ahora mismo no podemos saber si las lesiones cerebrales serán permanentes, y no lo sabremos hasta que salga del coma, lo que podría ocurrir en un par de días o en un mes.
A Hannah se le secó la boca. Apenas podía pronunciar palabra, pero finalmente preguntó:
—Entonces ¿cree que vivirá?
—Las primeras veinticuatro horas son cruciales. Sin duda le aconsejo que no espere aquí. Será mejor que vaya a descansar un poco. Le prometo que, si se produce algún cambio, la…
—Doctor, quiero los mejores cuidados para mi hija —lo interrumpió Doug—. Quiero un equipo especializado y enfermeras privadas.
—Señor Connelly, Kate está en la UCI. Más adelante podrá pedir enfermeras privadas, pero ahora no es el momento. Desde luego, estaré encantado de consultar el estado de su hija con cualquier otro médico que usted designe.
El doctor Patel se volvió de nuevo hacia Hannah para comprobar si tenía bien anotado su número de móvil. Luego, con mirada y actitud comprensivas, dijo:
—Si Kate supera estos primeros días, le espera un largo camino hasta la recuperación. Lo mejor que puede hacer usted es reservar fuerzas.
Hannah asintió en silencio.
—¿Puedo verla?
—Puede echarle un vistazo.
Doug tomó a Hannah del brazo mientras seguían al doctor y abandonaban la sala de espera.
—No va a pasarle nada —le dijo él en voz baja—. Kate es fuerte. Saldrá de esta más fuerte que nunca.
Si es que no la arrestan por provocar un incendio e incluso por homicidio involuntario, pensó Hannah. Por el momento, la rabia que sentía contra su padre se había mitigado hasta convertirse en una especie de resignación. Era imposible que Doug previera que el doctor Patel entraría en la sala justo en el momento en que él hacía ese comentario sobre Kate.
Al final del largo pasillo, el doctor Patel presionó el botón que abría las puertas de la UCI.
—Prepárense —les advirtió—. Kate tiene la cabeza vendada. Está entubada para que pueda respirar y tiene todo tipo de cables conectados.
Pese a la advertencia, a Hannah le impactó ver a su hermana en la cama. Supongo que tendré que creer al doctor Patel cuando dice que es Kate, pensó mientras buscaba alguna señal que la ayudara a reconocerla. Tenía las manos totalmente vendadas, y recordó que al llegar al hospital le habían dicho que Kate había sufrido quemaduras de segundo grado en las manos. El tubo de la respiración asistida le cubría casi toda la cara, y ningún mechón rubio se escapaba bajo las vendas de la cabeza.
Hannah se agachó y besó a su hermana en la frente. ¿Era su imaginación o percibió el perfume que Kate siempre usaba?
—Te quiero —susurró Hannah.
No me dejes, Kate. Eres todo lo que tengo, estuvo a punto de añadir, pero no logró decirlo.
Es la verdad, pensó con tristeza. Nos ha faltado la figura paterna durante todos estos años; él solo ha insistido en que lo llamemos Doug. Retrocedió unos pasos y le cedió el turno a su padre.
—Mi pequeña —dijo con voz temblorosa—. Tienes que recuperarte. No nos falles.
Ambos miraron a Kate por última vez y se volvieron para marcharse. En la puerta de la sala de reanimación, el doctor Patel prometió, una vez más, que llamaría si había algún cambio en el estado de Kate.
Cuando estaban a punto de abandonar el hospital, a la una y media del mediodía, Hannah evitó cualquier sugerencia de comer juntos y dijo:
—Papá, iré al despacho. Tengo algunas cosas que hacer y es mejor que esté ocupada en vez de quedarme en casa esperando.
En la calle se toparon con una avalancha de periodistas.
—¿Cómo se encuentra Kate Connelly? —preguntaron—. ¿Por qué estaba en el museo con Gus Schmidt a esas horas de la madrugada? ¿Les dijo que pensaba ir allí?
—Mi hija está muy grave. Por favor, respeten nuestra intimidad.
Un taxi que estaba en la esquina quedó libre en ese momento. Doug rodeó con un brazo a Hannah, se abrió paso entre la multitud hasta que Hannah se sentó en el asiento trasero del taxi. Él subió de un salto y cerró la puerta de golpe.
—Arranque —ordenó con brusquedad al conductor.
—¡Dios mío! —Exclamó Hannah—. ¡Son como una manada de buitres!
—Esto es solo el principio —comentó Douglas Connelly en tono grave—. Es solo el principio.