Jueves, 14 de noviembre
A las cuatro de la madrugada, Gus Schmidt se vistió con sigilo en el dormitorio de su modesta casa en Long Island, con la esperanza de no despertar a la que era su esposa desde hacía cincuenta y cinco años. Pero no lo logró.
Lottie Schmidt alargó enseguida el brazo para encender a tientas la lámpara de la mesilla de noche. Aunque le costó abrir los ojos, pegados por el sueño, vio que Gus llevaba puesta una chaqueta gruesa y quiso saber adónde iba.
—Lottie, voy a la fábrica. Ha surgido algo.
—¿Por eso Kate te llamó ayer?
Kate era la hija de Douglas Connelly, el dueño de Mobiliario antiguo de imitación Connelly, el complejo de fabricación de muebles cercano a Long Island City donde Gus había trabajado hasta su jubilación, hacía cinco años.
Lottie, una mujer delgada de setenta y cinco años con el pelo fino y canoso, se puso las gafas y echó un vistazo al reloj.
—Gus, ¿te has vuelto loco? ¿Sabes qué hora es?
—Son las cuatro, y Kate me pidió que me reuniera con ella a las cuatro y media. Sus motivos tendrá, por eso voy.
Lottie se dio cuenta de inmediato de que estaba visiblemente molesto. Lo conocía demasiado bien para hacerle la pregunta en la que ambos estaban pensando.
—Gus, desde hace unos días tengo un mal presentimiento. Ya sé que no te gusta oírme hablar así, pero tengo la sensación de que algo terrible va a ocurrir. No quiero que vayas.
Se observaron unos instantes bajo la tenue luz de la bombilla de sesenta vatios de la mesilla de noche. Aunque Gus respondió con calma, en el fondo estaba asustado. El hecho de que Lottie afirmara tener presagios le molestaba y a la vez le asustaba.
—Lottie, vuelve a dormir —dijo, enojado—. Sea cual sea el problema, estaré de vuelta para el desayuno.
Gus era un hombre más bien reservado, pero algo lo impulsó a acercarse a la cama, agacharse, besar a su esposa en la frente y acariciarle el pelo.
—No te preocupes —le dijo con firmeza.
Estas fueron las últimas palabras que ella le oiría decir.