Jenny comenzó a buscar la cabaña al amanecer. Durante toda la noche había permanecido inmóvil en el macizo lecho de cuatro columnas, incapaz de dormir, en la inmovilidad de aquella opresiva y aferradora casa. Incluso después de semanas de saber que aquello no llegaría, sus oídos seguían adaptados al grito de bebé hambriento. Sus pechos seguían aún llenos, dispuestos a dar la bienvenida a su delgados y ansiosos labios.
Finalmente, encendió la lámpara de la mesilla de noche. La habitación se iluminó y el cuenco de cristal emplomado que se encontraba encima de la cómoda captó y reflejó la luz. Las pequeñas pastillas de jabón de pino que llenaban el cuenco, arrojaron un mágico tinte verdoso sobre un antiguo espejo de plata y unos cepillos.
Se levantó de la cama y comenzó a vestirse, eligiendo la larga ropa interior de nilón «Windbreaker», que llevaba debajo de su traje de esquiar. Había encendido la radio a las cuatro. El informe del tiempo no había cambiado para la zona de Granite Place, Minnesota; la temperatura era de once grados bajo cero. Los vientos soplaban a un promedio de cuarenta y cinco kilómetros por hora.
No importaba. Nada importaba. Aunque se helase hasta la muerte en la búsqueda, intentaría encontrar la cabaña. En alguna parte de aquel bosque de arces, robles, perennifolios, pinos noruegos y monte bajo muy crecido. En aquellas horas insomnes había urdido un plan. Erich podía andar tres pasos por uno de ella. Su naturalmente largo paso le había hecho siempre, de forma inconsciente, andar más de prisa que ella. Solían hacer bromas al respecto.
—¡Eh, aguarda a una muchacha de ciudad! —acostumbraba a protestar ella.
En una ocasión, se había olvidado la llave al dirigirse a la cabaña e, inmediatamente, regresó a la casa a buscarla. Había permanecido fuera cuarenta minutos. Esto significaba que, para él, la cabaña estaba, por término medio, a unos veinte minutos de paseo desde el reborde de los bosques.
Nunca la había llevado hasta allí.
—Haz el favor de comprenderlo, Jenny —le suplicó—. Cualquier artista necesita un lugar donde poder encontrarse en absoluta soledad.
Hasta ahora, no había intentado buscarla. Los que ayudaban en la granja, tenían absolutamente prohibido ir a los bosques. Incluso Clyde, que había sido director de la granja durante treinta años, alegaba no saber dónde se encontraba la cabaña.
La pesada y encostrada nieve había borrado cualquier clase de pista, pero la nieve hacía asimismo posible para ella intentar llevar a cabo la búsqueda con unos esquíes de fondo. Debía tener cuidado en no perderse. Con los densos matorrales y su propio y miserable sentido de la orientación, podía, muy fácilmente, caminar en círculos.
Jenny había pensado acerca de esto. Por ello, decidió llevarse una brújula, un martillo, tachuelas y trozos de paño. Clavaría la tela en los árboles como ayuda para encontrar el camino de regreso.
Su traje de esquí se encontraba en el piso de abajo, en el armario de enfrente de la cocina. Mientras hervía el café, acabó de abrochárselo. El café ayudó a que su mente comenzara a enfocarse. Durante la noche, había estado considerando el visitar al sheriff Gunderson. Pero éste, seguramente, se negaría a ayudarla y, todo lo más, se la quedaría mirando con aquella expresión familiar de especulativo desdén.
Se llevaría un termo de café. No tenía la llave de la cabaña, pero rompería una ventana con el martillo.
Aunque Elsa no se había presentado desde hacía dos semanas, la amplia y vieja casa aún relucía, como prueba visible de sus rígidas pautas de limpieza. Su costumbre cuando acudía radicaba en arrancar el día corriente del calendario que se hallaba pegado en la pared al lado del teléfono. Jenny había bromeado de aquello con Erich.
—No sólo limpia lo que nunca ha estado sucio, sino que elimina cada día de la semana por la noche.
Ahora Jenny arrancó el viernes, 14 de febrero, arrugó la hoja en la mano y se quedó mirando la hoja de debajo, con las letras mayúsculas de sábado, 15 de febrero. Se estremeció. Hacía casi catorce meses desde el día en qué conoció a Erich en la galería. No, eso no podía ser. Había pasado, en realidad, toda una vida. Se frotó la frente con la mano. Su cabello castaño se había oscurecido hasta resultar casi negro durante el embarazo. Lo sintió monótono y sin vida mientras lo metía debajo de su gorro de esquiar de lana. El espejo con marco de concha, a la izquierda de la puerta de la cocina, constituía un toque incongruente en aquella maciza cocina con paneles de roble. Se miró ahora en él. Sus ojos tenían profundas ojeras. Normalmente de un tono entre acuoso y azul, reflejaron en, aquel momento unas pupilas muy dilatadas e inexpresivas. Las mejillas aparecían tirantes. La pérdida de peso desde el nacimiento la había dejado demasiado delgada. El pulso le latió en el cuello mientras se subía hasta arriba la cremallera del traje de esquí. Veintisiete años… Le parecía tener el aspecto de, por lo menos, treinta y siete, y se sentía un siglo más vieja. Si al menos le desapareciese aquel entumecimiento… Si, por lo menos, la casa no fuese tan silenciosa, tan pavorosa y espantosamente tranquila…
Se quedó mirando al horno de hierro fundido que se hallaba en la pared oriental de la cocina. La cuna, rellena de madera, se encontraba de nuevo a su lado, una vez recuperada su inutilidad.
De forma deliberada, estudió aquella cuna, obligándose a absorber la constante conmoción de su presencia en la cocina; luego le dio la espalda y alargó la mano para coger el termo. Vertió café en él, y a continuación reunió la brújula, el martillo, las tachuelas y los trozos de tela. Tras meterlos en una bolsa de mochila, se enrolló un pañuelo alrededor del rostro se puso sus zapatos de esquí de fondo, tiró fuertemente de ellos, se enfundó en las manos unos mitones forrados de piel y abrió la puerta.
El fuerte y mordiente viento pareció burlarse de su pañuelo en la cara. El apagado mugido de las vacas en el granero de la granja le recordó los agotados sollozos de una profunda tristeza. El sol estaba saliendo, destellando contra la nieve, discordante en su belleza rojo-dorada, como un dios muy lejano al que no afectaba aquel hiriente frío.
Ahora, Clyde se hallaría inspeccionando la vaquería. Otras manos recogerían el heno del henil para alimentar a la veintena de negro ganado «Angus», incapaces de apacentar bajo la densa nieve y que, habitualmente, se dirigían aquí en busca de alimentación y cobijo. Media docena de hombres trabajaban en esa enorme granja, aunque no había ninguno cerca de la casa: todos asemejaban unas pequeñas figuras, que parecían siluetas contra el horizonte…
Los esquíes de fondo se hallaban afuera de la puerta de la cocina. Jenny bajó con ellos en la mano los seis escalones del porche, tiró luego los esquíes al suelo, se subió a ellos y se los encajó. Gracias a Dios, había aprendido a esquiar bien el año pasado.
Eran un poco más de las siete cuando comenzó a buscar la cabaña. Se limitó a esquiar como máximo treinta minutos en cada dirección. Empezó desde el punto donde Erich desaparecía siempre en los bosques. Las altas ramas eran tan enmarañadas que el sol apenas penetraba a través de ellas. Después de haber esquiado en línea recta cuanto le fue posible, giró a la derecha, cubrió unos treinta y tantos metros más, giró de nuevo a la derecha y comenzó a regresar hacia la linde del bosque. El viento cubrió sus huellas casi con tanta rapidez como pasaba por cualquier lugar, pero en cada punto en que había girado tuvo la preocupación de clavar un trozo de tela en un árbol.
A las once, regresó a la casa, calentó sopa, se puso unos calcetines secos, se forzó a sí misma a ignorar el hormigueante dolor en la frente y manos y salió de nuevo.
A las cinco de la tarde, medio helada, con los inclinados rayos del sol casi desvaneciéndose, estaba a punto de dejarlo por aquel día, cuando decidió ascender una colina más. Fue entonces cuando dio con ella, con la pequeña cabaña de troncos y tejado de corteza, que había sido construida por el bisabuelo de Erich en 1869. Se la quedó mirando, mordiéndose los labios mientras una salvaje decepción se deslizaba en ella con el impacto físico de un estilete.
Las persianas estaban echadas; la casa presentaba el aspecto de estar cerrada a cal y canto, como si no la hubiesen ocupado durante muchísimo tiempo. La chimenea aparecía cubierta por la nieve; no brillaban luces desde dentro.
¿Se había, realmente, atrevido a confiar que, cuando la descubriese, la chimenea humearía, las lámparas dejarían pasar su resplandor a través de las cortinas y que sería capaz de acercarse a la puerta y abrirla?
Había una placa metálica clavada a la puerta. Las letras se habían difuminado, pero aún podían leerse: Terminantemente prohibida la entrada. Los transgresores serán denunciados. Llevaba la firma de Erich Fritz Krueger y la fecha de 1903.
Se veía una estación de bombeo a la izquierda de la cabaña y un retrete discretamente oculto a medias por unos pinos de grandes ramas. Trató de imaginarse al joven Erich viniendo aquí con su madre.
—Caroline amaba la cabaña tal y como estaba —le había explicado Erich—. Mi padre quería modernizar este viejo lugar, pero ella no deseaba ni oír hablar de ello…
Sin percatarse del frío, Jenny esquió hacia la ventana más cercana. Tras hurgar en la mochila, sacó el martillo, lo alzó y aplastó el cristal. Las errantes astillas de vidrio le arañaron las mejillas. No fue consciente del surco de sangre, que se le heló en cuanto comenzó a rodar por el rostro. Con cuidado de evitar los fragmentos en punta, metió la mano, corrió el pestillo y alzó la ventana.
Tras quitarse los esquíes, trepó por el bajo alféizar, echó a un lado la persiana y penetró en la cabaña.
Ésta consistía en una sola habitación de unos doscientos metros cuadrados. Una estufa «Franklin» se encontraba en la pared norte, con leños apilados cerca de ella. Una desteñida alfombra oriental cubría la mayor parte del suelo de pino albar. Un sofá de amplios brazos y alto respaldo de terciopelo, con unos sillones a juego, se arracimaban alrededor de la estufa. Una larga mesa de roble y unos bancos aparecían junto a la ventana delantera. Una rueca tenía el aspecto de ser aún funcional. Un macizo armario de roble contenía la vajilla de porcelana y las lámparas de petróleo. Una empinada escalera conducía hacia la izquierda. Muy cerca, unas hileras de canastas contenían montones de lienzos sin marco.
Las paredes eran de pino albar, sin nudos, tan lisas como la seda y cubiertas con cuadros. Entumecida, Jenny anduvo de uno a otro de ellos. La cabaña era un museo. Incluso aquella escasa luz no podía ocultar la exquisita belleza de los óleos y las acuarelas, los carboncillos y los bosquejos a la tinta china. Erich aún no había empezado a mostrar su mejor obra. «¿Cómo reaccionarían los críticos cuando viesen aquellas obras maestras?», se preguntó.
Algunos de los cuadros de las paredes estaban ya enmarcados. Debían de ser los primeros que planeaba exponer. El henil en una tormenta invernal. ¿Y qué había de diferente en él? La coneja, con la cabeza alzada, a punto de huir hacia el bosque. El ternero buscando a su madre. Los campos de alfalfa, con flores azules, dispuestos ya para la cosecha. La Iglesia Congregacional con los fieles apresurándose hacia ella. La calle mayor de Granite Place, que sugería una serenidad intemporal…
Incluso en su desolación, la sensible belleza de la colección confirió a Jenny una momentánea sensación de quietud y de paz.
Finalmente, se inclinó sobre los lienzos sin enmarcar del montón más cercano. Una vez más, la admiración sofocó todo su ser. Las increíbles dimensiones del talento de Erich, su habilidad para pintar paisajes, personas y animales con igual autoridad; la alegría del jardín veraniego con el anticuado coche de bebé, el…
Y entonces lo vio. Sin comprender, comenzó a correr entre las otras pinturas y bosquejos de los archivadores.
Muy de prisa, fue de un lienzo al siguiente. Sus ojos se abrieron al máximo en un ademán de incredulidad. Sin saber lo que estaba haciendo, se arrastró hacia la caja de la escalera que llevaba al desván y subió precipitadamente los escalones.
La buhardilla presentaba una inclinación a causa del buzamiento del tejado, y Jenny tuvo que inclinarse hacia delante al final de los escalones, antes de entrar en la estancia.
Mientras se enderezaba, un resplandor de color de pesadilla procedente de la pared posterior asaltó su visión. Conmocionada, se quedó mirando su propia imagen. ¿Un espejo?
No. El rostro pintado no se movió mientras se aproximaba a él. La luz del atardecer procedente de la ventana apenas una abertura, jugó encima del lienzo, esbozando un sombreado a rayas, como el señalamiento del dedo de un fantasma.
Durante unos minutos, permaneció contemplando el lienzo, incapaz de apartar los ojos del mismo, absorbiendo hasta el más grotesco de los detalles, sintiendo que su boca se aflojaba en una angustia desesperanzada, escuchando el afilado sonido que procedía de su propia garganta.
Finalmente, forzó a sus entumecidos y reluctantes dedos a agarrar el lienzo y arrancarlo de la pared.
Segundos después, con el cuadro debajo del brazo, esquiaba alejándose de la cabaña. El viento, muy fuerte ahora, la amordazaba, le quitaba la respiración, sofocaba su frenético grito.
—Ayudadme —estaba gritando—. Por favor, que alguien me ayude…
El viento le arrebató el grito de los labios y lo esparció a través del sombrío bosque.