—¿Por qué está papá tan loco? —preguntó Tina.
—Realmente, no estoy segura, cariño. Pero haremos ver que no le hemos oído. ¿Conforme?
—Pero sí que le hemos oído —replicó muy seria Beth.
—Lo sé… —se mostró de acuerdo Jenny—, pero es algo que no tiene nada que ver con nosotras. Ahora, vamos. Entremos de nuevo.
Esta vez llamó:
—Hola, Erich…
Y después penetraron en la casa. Sin hacer una pausa para permitir una respuesta, llamó de nuevo:
—¿Hay un marido en este lugar?
—¡Cariñito!
Erich se apresuró hacia la cocina, con una sonrisa de bienvenida y todos sus modales relajados.
—Le estaba preguntando ahora mismo a Elsa dónde estabais. Me ha decepcionado que salieses. Deseaba mostrártelo todo yo mismo.
Sus brazos la rodearon. Su mejilla, aún fría de haber estado al aire libre, rozó contra la de ella. Jenny bendijo el instinto que le impidió visitar los edificios de la granja.
—Ya sé que querías hacernos dar esa vuelta —le repuso—, por lo que, simplemente, nos limitamos a andar por los campos del este para tomar un poco de aire fresco. No puedes imaginarte lo maravilloso que resulta no tener que detenerte ante los semáforos cada pocos pasos…
—Tendré que enseñarte a evitar los campos donde se guardan los toros —sonrió Erich—. Créeme, preferirías las señales de tráfico…
De repente, se percató de la bandeja que llevaba.
—¿Qué es eso?
—Mrs. Toom se lo dio a mamá —le explicó Beth.
—Mrs. Toomis —la corrigió Jenny.
—Mrs. Toomis —repitió Erich.
Los brazos cayeron a sus costados.
—Jenny, confío que no me contarás que fuisteis a la casa de Rooney…
—Nos saludó con la mano —explicó Jenny—. Hubiera sido muy desconsiderado por mi parte…
—Saluda a cualquiera que pase por allí —la interrumpió Erich—. Ésa es la razón de que hubieras tenido que esperarme para que os acompañase, cariño. Rooney es una mujer perturbada, y si le das un dedo, te toma todo el brazo… Finalmente, tuve que decirle a Clyde que la mantuviera alejada de esta casa. Incluso después de prohibírselo, a veces, al volver a casa, me la encuentro por aquí. Que Dios la ayude, lo siento por ella, pero resulta bastante duro despertarse en mitad de la noche y escucharla andar por el vestíbulo, o incluso de pie en mi cuarto…
Se volvió hacia Beth.
—Vamos Ratoncita… Quítate ese traje para la nieve.
Levantó en el aire a Beth y, ante su deleite, la sentó encima del frigorífico.
—Yo también, yo también —gritó Tina.
—Tú también, tú también —la imitó—. ¿Y no es ya un buen momento para sacarnos las botas? —les preguntó—. Esta sí que es la altura apropiada, ¿no te parece, mamá?
Con aprensión, Jenny se acercó al frigorífico, para asegurarse de que ninguna de las niñas se inclinase hacia delante y pudiese caerse, pero se percató de que no había necesidad de preocuparse. Erich les quitó las botas de goma y bajó a las niñas al suelo. Antes de acabar de hacerlo, comentó:
—Muy bien, vosotras dos… ¿Cómo me llamo?
Tina miró a Jenny:
—¿Papá? —preguntó, con vocecita interrogativa.
—Mamá dice que eres el único papá —le informó Beth.
—¿Mamá dice eso?
Erich dejó del todo a las nenas en el suelo y sonrió a Jenny.
—Gracias, mamá.
Elsa entró en la cocina. Su cara estaba enrojecida y exhibía una mueca encolerizada y a la defensiva.
—Mr. Krueger, he acabado con el piso de arriba. ¿Desea ahora que haga algo especial?
—¿En el piso de arriba? —se apresuró a preguntar Jenny—. Quería decirlo. Confío en que no se haya preocupado de separar las camas en la habitación de las niñas. Ahora mismo irán a descabezar un sueñecito.
—Le dije a Elsa que arreglase la habitación —replicó Erich.
—Pero, Erich, no pueden dormir en esas camas tan altas de la forma en que están —protestó Jenny—. Me temo que, realmente, deberemos proveerlas de unas camas juveniles apropiadas.
En aquel momento se le ocurrió una idea. Era una jugada arriesgada, pero constituiría un requerimiento del todo natural.
—Erich, ¿no podrían las niñas dormir en tu antigua habitación? Aquella cama sí es baja…
Estudió el rostro de su marido para ver su reacción. Mientras lo hizo, no dejó de captar la maliciosa mirada que Elsa le asestó a Erich. «Está disfrutando con esto», pensó Jenny. Sabía que quería negarse…
La expresión de Erich se hizo inescrutable.
—En realidad, Jenny —comenzó, con un tono de repente formal—, pretendía hablar contigo acerca de permitir a las niñas usar esa habitación. Pensé haberme explicado con claridad, respecto del hecho de que ese cuarto no es para ser ocupado. Elsa me ha dicho que encontró la cama deshecha esta mañana…
Jenny se quedó sin aliento. Claro que no se le había ocurrido que Tina y Beth pudiesen haberse metido en aquella cama, cuando rondaban la casa antes de despertarse ella…
—Lo siento.
Su rostro se suavizó.
—No te preocupes, cariño. Deja que las niñas echen una siesta en las camas de anoche. Les encargaré inmediatamente unas camas juveniles…
Jenny preparó sopa para las niñas y luego se las llevó al piso de arriba. Mientras echaba las persianas, comentó:
—Ahora, mirad, niñas… Cuando os despertéis no quiero que vayáis a otras camas. ¿Comprendido?
—Pero si, en casa, siempre nos presentamos en tu cama —le dijo Beth, con tono ofendido.
—Esto es diferente. Me refiero a las demás camas de esta casa.
Las besó cariñosamente.
—Prometédmelo. No quiero que papá se enfade…
—Papá grita muy fuerte —murmuró Tina, cerrando los ojos—. ¿Dónde está mi regalo?
Las pastillas de jabón se encontraban encima de la mesilla de noche. Tina deslizó la suya debajo de su almohada.
—Gracias por darme eso, mamá. No iremos a tu cama, mamá.
*****
Erich había empezado a trinchar pavo para hacer unos emparedados. De forma deliberada, Jenny cerró la puerta que incomunicaba a la cocina con el resto de la casa.
—Hola —le dijo.
Tras rodearle con los brazos, susurró:
—Mira, ya hemos tenido nuestra comida de bodas con los niños. Ahora, déjame preparar las cosas para nosotros, en «Granja Krueger», y sirve un poco más de ese champaña que acabamos de terminarnos anoche.
Los labios de él reposaron en su pelo.
—La noche pasada fue maravillosa para mí, Jenny. ¿Lo fue también para ti?
—Resultó maravilloso.
—No he podido hacer gran cosa esta mañana. Todo cuanto he podido pensar era en la expresión que tenías cuando dormías…
Encendió la estufa de hierro forjado, se bebieron el champaña y comieron los emparedados, entrelazados en el sofá que había enfrente de la estufa.
—Has de saber una cosa —comenzó Jenny—. Mientras daba hoy vueltas por ahí, me percaté del sentido de continuidad que tiene esta granja. No conozco mis raíces. No sé si mi familia vivía en la ciudad o en el campo. No sé si la madre que me dio a luz gustaba de coser o pintar, o si podía seguir una melodía. Es maravilloso ser como tú, saberlo todo acerca de su gente. Sólo el mirar en la parcela del cementerio me ha hecho apreciar estas cosas.
—¿Fuiste a la parcela del cementerio? —preguntó Erich en voz baja.
—Sí… ¿Te importa?
—¿Y viste la tumba de Caroline?
—Naturalmente…
—Y te preguntaste, seguramente, por qué ella y mi padre no se encuentran juntos igual que los demás.
—Quedé sorprendida.
—No constituye ningún misterio. Caroline había plantado aquellos pinos noruegos. En aquel tiempo, le dijo a mi padre que deseaba ser enterrada en el extremo sur del cementerio, donde los pinos la protegerían. Él nunca aprobó, realmente, esto, pero respetó su deseo. Antes de que mi padre muriese, me dijo que siempre había esperado ser colocado en la tumba próxima a la de sus padres. Y, en cierto modo, sentí que era lo más apropiado que podía hacer por ellos. Caroline siempre deseó más libertad que la que mi padre le concediera. Creo que, después, lamentó la forma en que había ridiculizado su arte hasta que tiró su álbum de dibujos. ¿Qué diferencia hubiera significado que pintase en vez de tejer colchas? Se equivocó. Se equivocó…
Hizo una pausa y se quedó mirando el fuego. Jenny sintió que Erich parecía no ser consciente de la presencia de ella.
—Pero así era Caroline —musitó.
Con un estremecimiento de ansiedad, Jenny se dio cuenta de que, por primera vez, Erich insinuaba que las relaciones entre su madre y su padre habían sido borrascosas.
*****
Jenny emprendió una rutina diaria que encontró inmensamente satisfactoria. Cada día se percataba de lo mucho que se había perdido al estar tanto tiempo apartada de las niñas. Pudo saber que Beth, la niña práctica y silenciosa, tenía un buen definido talento musical y que podía tocar tonadas sencillas, en la espineta del pequeño salón, después de haberlas oído unas pocas veces. Los lloriqueos de Tina se desvanecieron, en cuanto empezó a florecer en aquella nueva atmósfera. Ella, que había llorado con tanta facilidad, empezó pronto a tener aspecto risueño y mostró signos de un natural sentido del humor.
Por lo general, Erich se iba a su estudio al amanecer y nunca regresaba hasta mediodía. Jenny y las niñas desayunaban a eso de las ocho, y a las diez, cuando el sol era ya más fuerte, se ponían sus trajes para la nieve y salían a dar un paseo.
Las caminatas pronto significaron una pauta. Primero, el gallinero, donde Joe enseñó a las niñas a recoger los huevos recién puestos. Joe había decidido que la presencia de Jenny había salvado su empleo después del accidente de Barón.
—Apuesto a que si Mr. Krueger no hubiera estado tan feliz porque usted estuviese aquí, me habría despedido. Suelo decirme que no es un hombre que perdone, Mrs. Krueger.
—Pues, realmente, no hice nada al respecto —protestó Jenny.
—El doctor Garrett dice que estoy atendiendo muy bien la pata de Barón. Cuando el tiempo sea más cálido y pueda hacer un poco de ejercicio, se pondrá bien. Y, Mrs. Krueger, se lo digo yo, ahora compruebo diez veces al día aquella puerta del establo.
Jenny sabía lo que quería decir. Inconscientemente, había comenzado ella misma a comprobar las cosas por segunda vez, algo de lo que antes nunca había soñado que llegase a hacer. Erich era, más que ordenado, un perfeccionista. Aprendió con rapidez a saber, por cierta tensión en el cuerpo y en la cara de su marido, si algo le había trastornado: la puerta de un armario que quedase abierta, una copa en el fregadero…
Por las mañanas, Erich no iba a la cabaña sino que trabajaba en la oficina de la granja cercana al establo, con Clyde Toomis, el director de la explotación. Clyde, que era un hombre robusto, de más de sesenta años y con un rostro arrugado y correoso, y un recio cabello blanco-amarillento, tenía en realidad unos modales que rozaban la brusquedad.
Cuando le presentó a Jenny, Erich dijo:
—Clyde es el que, realmente, gobierna la granja. A veces creo que aquí yo sólo soy un objeto decorativo…
—Pues, ciertamente, no eres ninguna inutilidad delante de un caballete —se echó a reír Jenny.
Pero quedó sorprendida de que Clyde no hiciese el menor esfuerzo por contradecir a Erich.
—¿Puedo pensar que le gusta encontrarse aquí? —le preguntó Clyde.
—Me gusta estar aquí —le sonrió Jenny.
—Es un gran cambio para una persona de ciudad —le respondió abruptamente Clyde—. Confío en que no sea demasiado para usted.
—No lo es…
—Qué cosas —replicó Clyde—. Las chicas del campo se vuelven locas por ir a la ciudad. Y las chicas de ciudad alegan que aman el campo.
Jenny creyó percibir una nota de amargura en la voz del hombre, y se preguntó si estaría pensando en su propia hija. Decidió que era así, cuando añadió:
—Mi mujer está muy excitada ante el hecho de que usted y las niñas se encuentren por aquí. Si empieza a molestarla, hágamelo saber. Rooney no quiere incordiar, pero, a veces, se olvida de sí misma.
A Jenny le pareció que había un tono defensivo en su voz cuando le respondió a Clyde:
—He disfrutado visitándola —le explicó con toda sinceridad.
Sus bruscos modales se suavizaron.
—Es bueno oír eso. Y está buscando unos patrones, o algo así, para hacerles unos peleles a las niñas. ¿Le parece bien?
—Estupendo…
Cuando salieron de la oficina, Erich comentó:
—Jenny, Jenny, no alientes a Rooney…
—Te prometo que no me pasaré de la raya. Erich, esa mujer es únicamente una solitaria…
Cada tarde, después del almuerzo, mientras las niñas dormían la siesta, ella y Erich se ponían los esquíes de fondo y exploraban la granja. Elsa se prestaba a vigilar a las niñas mientras dormían. En realidad, fue la que sugirió aquel arreglo. A Jenny se le ocurrió que Elsa estaba tratando de hacerse perdonar el haber acusado a Erich de estropear la pared del comedor.
Y, sin embargo, se preguntaba si no sería posible que fuese él quien dejase aquella mancha. A menudo, cuando llegaba para almorzar, sus manos aún tenían pintura o manchas de carboncillo. Si se percataba de que algo se encontraba desordenado, como una cortina no centrada sobre su barra, cualquier chisme fuera de lugar, automáticamente lo arreglaba. Varias veces, Jenny le detuvo antes de que tocase algo con dedos manchados de pintura.
El papel del comedor fue reemplazado. Cuando el empapelador y su ayudante llegaron, se mostraron incrédulos.
—¿Quiere decir que ha comprado ocho rollos dobles, a estos precios, y que quiere reemplazar exactamente todo lo que tiene?
—Mi marido sabe lo que desea…
Cuando hubieron finalizado, la estancia pareció exactamente la misma, con la excepción de que la mancha había desaparecido…
Durante las tardes, ella y Erich disfrutaban instalándose en la biblioteca para leer, para escuchar música, para hablar. Erich le preguntó acerca de la pequeña cicatriz que tenía en el arranque del cabello.
—Un accidente de automóvil cuando tenía dieciséis años. Alguien saltó la línea divisoria y se precipitó sobre nosotros.
—Debiste asustarte mucho, cariño.
—No recuerdo nada en absoluto —se echó a reír Jenny—. Simplemente, incliné la cabeza hacia atrás y me quedé dormida. La cosa siguiente de la que me enteré radicó en que me encontraba en el hospital tres días después. Tuve una conmoción grave, la suficiente para hacerme padecer de amnesia durante aquellos días. Nana se hallaba frenética. Estaba convencida de que me había resultado dañado el cerebro o algo parecido. Tuve dolores de cabeza durante algún tiempo, e incluso padecí al final sonambulismo. Debía producirse a continuación un stress, según el doctor. Pero, gradualmente, la cosa se normalizó.
Al principio titubeante, luego con las palabras que le fueron saliendo de corrido, Erich habló acerca del accidente de su madre.
—Caroline y yo habíamos acudido a la vaquería para ver al nuevo ternero. Estaba siendo destetado, y Caroline le llevó a los labios el biberón. El depósito del ganado, aquella cosa que parece como una bañera en el corral, se encontraba lleno de agua. El suelo estaba embarrado y Caroline resbaló. Trató de agarrarse a algo para evitar caerse. Y este algo fue el cable de la lámpara. Se cayó en el depósito llevándose con ella la lámpara. Aquel loco de obrero, incidentalmente diré que se trataba del tío de Joe, estaba revisando el granero y había dejado la lámpara colgada de un clavo en la pared. En un momento, todo hubo acabado.
—No me había percatado de que te encontrabas a su lado.
—No me gusta hablar de esto. Luke Garrett, el padre de Mark, se hallaba allí. Trató de reanimarla, pero resultó inútil. Y yo permanecí allí de pie, sosteniendo el palo de hockey que me acababan de regalar por mí cumpleaños…
Jenny estaba sentada en el cojín, a los pies del cómodo sillón de cuero de Erich. Alzó la mano hacia sus labios. Inclinándose, Erich la levantó y la sostuvo firmemente abrazada contra sí.
—Durante mucho tiempo, odié la visión de aquel palo de hockey. Luego, comencé a pensar que había sido el último regalo que me hizo.
Besó los párpados a su mujer.
—No te pongas tan triste, Jenny. Tienes que ser, ante todo, fuerte. Por favor, Jenny, prométemelo.
Jenny sabía lo que su marido quería oír. En un arranque de ternura, susurró:
—Nunca te abandonaré…