Durante unos momentos, Jenny permaneció de pie mirando la puerta del cuarto de baño, sin saber qué hacer. «No quiero llevar el camisón de una mujer muerta», protestó en silencio. El satén parecía suave colgando entre sus dedos.
Una vez que Erich le hubo tendido el camisón, abandonó de repente el cuarto. Jenny comenzó a temblar mientras miraba su maleta. ¿Debería, simplemente, ponerse su propio camisón y, también simplemente, decirle?
—Prefiero éste, Erich.
Pensó en su expresión al entregarle la prenda de su madre.
Tal vez no me vaya bien, confió. Eso lo salvaría todo. Pero cuando se lo metió por la cabeza, parecía hecho ex profeso para ella. Era lo suficiente delgada para aquella estrecha cintura, con aquellas escasas caderas, la línea recta de los tobillos. El corte en V acentuaba sus firmes pechos. Se miró en el espejo. El vapor se estaba evaporando ahora y unos pequeños reguerones de agua corrían por la superficie. Aquélla debía de ser la razón de que pareciese diferente. ¿O era que algo en el tono de aguamarina del camisón ponía énfasis en el verde de sus ojos?
Estaba a punto de sacárselo por la cabeza cuando se oyó un suave golpeteo en la puerta. La abrió. Erich estaba allí con un pijama de seda gris y una bata a juego. Había apagado todas las luces, excepto la de la mesilla de noche, y su brillante pelo dorado formaba un contrapunto con el resplandor de la lámpara.
Habían quitado de la cama la colcha de brocado de color arándano. Las sábanas estaban recogidas. Unas almohadas bordadas de encajes aparecían apoyadas contra el macizo tablero delantero de la cama.
Erich sostenía dos copas de champaña. Le tendió una a Jenny. Anduvieron hasta el centro del cuarto y luego él tocó la copa de Jenny con la suya.
—He estado mirando el resto del poema, querida.
Su voz fue suave cuando comenzó a recitar lentamente las palabras.
Jenny me besó cuando nos conocimos,
saltó de la silla en que se sentaba,
oh, tiempo, ladrón, que te agrada
poner cosas bellas en tu lista, pon ésta:
Dicen que estoy cansado, que estoy triste,
dicen que la salud y la riqueza me han abandonado,
dicen que me hago viejo, pero también añade,
que Jenny me besó…
Jenny sintió lágrimas en los ojos. Ésta era su noche de bodas. Este hombre era el que le había ofrecido tanto amor y a quien ella amaba, y que era su esposo. Esta hermosa habitación era de ellos. ¡Qué diferencia significaba el camisón que llevase! Era lo menos que podía hacer por él. Sabía que su sonrisa era tan feliz como la de él, y brindaron el uno por el otro. Cuando Erich le quitó la copa de la mano, y la dejó, Jennie, dichosamente, corrió a sus brazos.
Mucho después de que Erich se durmiese, con su brazo haciendo de almohada a su cabeza, con el rostro enterrado en su cabello, Jenny seguía despierta. Estaba tan acostumbrada a los ruidos de la calle, que constituían una parte de los sonidos nocturnos del apartamento de Nueva York, que no era capaz de absorber la absoluta quietud de aquel cuarto.
La habitación estaba muy fría. Le gustaba esto, cosa que se revelaba en el fresco aire. Pero estaba todo tan absolutamente silencioso, excepción hecha de aquella respiración que se alzaba y caía junto a su cuello.
«Soy tan feliz… —pensó—. No sabía que fuese posible sentirse tan dichosa…».
Erich era un amante tímido, tierno y considerado. Siempre había sospechado que existían unas emociones más profundas que las que Kevin había suscitado en ella. Y era cierto…
Antes de que Erich se quedase dormido, habían hablado:
—¿Fue Kevin el único hombre antes que yo, Jenny?
—Sí, lo fue.
—Pues no ha habido nadie antes para mí…
¿Quería decir con eso que no había amado antes a nadie, o que no se había acostado antes con nadie? ¿Resultaba eso posible?
Derivó hacia el sueño. La luz comenzaba a difundirse poco a poco, cuando sintió que Erich se movía y se deslizaba de la cama.
—Erich…
—Cariño… Siento haberte despertado. Nunca duermo más que unas cuantas horas. Dentro de un rato me iré a la cabaña y me pondré a pintar. Volveré hacia mediodía.
Jennie sintió su beso en la frente y en los labios, mientras se dormía de nuevo.
—Te amo —murmuró Jennie.
*****
La habitación se hallaba inundada de luz cuando despertó de nuevo. Rápidamente, fue hacia la ventana y corrió la persiana. Mientras observaba, quedó sorprendida al ver a Erich desaparecer por los bosques.
El decorado exterior era igual que uno de sus cuadros. Las ramas de los árboles se encontraban ahora blancas y heladas. La nieve cubría la cubierta del tejado a la holandesa del granero más cercano a la casa. A lo lejos, en los campos, tuvo una entrevisión de ganado.
Miró hacia el reloj de porcelana que se encontraba encima de la mesilla de noche. Eran las ocho. Las niñas se despertarían pronto. Podrían verse extrañas al encontrarse en una habitación que no era la suya.
Con los pies descalzos, se apresuró a salir del dormitorio y comenzó a bajar hacia el amplio vestíbulo. Mientras pasaba delante de la antigua habitación de Erich, echó un vistazo y luego se detuvo. El cobertor estaba retirado. Las almohadas aparecían fruncidas. Entró en el cuarto y tocó la sábana. Estaba aún tibia. Erich había abandonado el cuarto de matrimonio y había venido aquí. ¿Por qué?
«No dormía mucho», pensó. Probablemente, Erich no quería dar vueltas y despertarme. Estaba acostumbrado a dormir solo. Tal vez desease leer.
Pero había manifestado no haber dormido en este cuarto desde que tenía diez años.
Se oían unas pisadas abajo, en el vestíbulo.
—Mamá, mamá…
Se apresuró en dirección del vestíbulo, inclinándose y abriendo los brazos. Beth y Tina, con ojos brillantes a causa del largo sueño, se precipitaron hacia ella.
—Mamá, te estábamos buscando —explicó, acusadoramente, Beth.
—Y yo también —intervino Tina.
—Y tenemos un regalo —añadió Beth.
—¿Un regalo? ¿Y dónde lo has conseguido, encanto?
—Y yo también… —gritó Tina—. Gracias, mamá.
—Estaba en nuestras almohadas —explicó Beth.
Jenny jadeó y se las quedó mirando. Cada niñita sostenía una pequeña pastilla de jabón al pino.
*****
Vistió a las niñas con los nuevos monos rojos de pana y unas camisas a rayas.
—No hay escuela —dijo Beth de una forma práctica, como siempre.
—Nada de escuela —convino feliz Jenny.
En un santiamén, se puso unos pantalones y un suéter y fueron al piso de abajo. La mujer de la limpieza acababa de llegar. Tenía un tipo delgaducho, con unos incongruentemente poderosos brazos y hombros. Sus pequeños ojos, implantados en un rostro hinchado, parecían vigilantes. Tenía aspecto de reír raramente. Su cabello, con unas trenzas demasiado rígidas, parecía subirle la piel en torno del nacimiento del pelo, robándole la expresión.
Jenny tendió la mano.
—Tú debes de ser Elsa. Yo soy…
Comenzó a decir «Jenny», pero se acordó del enfado de Erich, con motivo de su demasiado amistosa salutación a Joe.
—Soy Mrs. Krueger…
Luego presentó a las niñas.
Elsa asintió.
—Hago las cosas lo mejor que puedo…
—Eso ya lo veo —convino Jenny—. La casa tiene un aspecto maravilloso…
—Dígale a Mr. Krueger que no es culpa mía lo de la mancha en el empapelado del comedor. Tal vez llevase él pintura en las manos…
—No me percaté de ninguna mancha anoche…
—Se la mostraré.
Había un borrón en el empapelado del comedor, cerca de la ventana. Jenny lo estudió.
—Por el amor de Dios, casi se necesita un microscopio para verlo…
Elsa se dirigió al salón para comenzar la limpieza y Jenny y las niñas desayunaron en la cocina. Cuando hubieron finalizado, su madre les sacó sus álbumes de pintar y los lapiceros de colores.
—Os diré una cosa —les propuso—; dejadme tomar en paz una taza de café y luego saldremos a dar un paseo.
Quería pensar. Sólo Erich había podido colocar aquellas pastillas de jabón en las almohadas de las nenas. Resultaba del todo natural que fuera a verlas esta mañana, y no había nada malo en el hecho de que, resultaba obvio, le gustara el olor a pino. Encogiéndose de hombros, se acabó el café y preparó a las niñas con unos vestidos para la nieve.
El día era frío pero no hacía viento. Erich le había dicho que el invierno en Minnesota podía ser desde severo a terrible.
—Este año se presenta bastante bien —le manifestó—. Sólo es medianamente malo.
En el umbral titubeó. Erich podía estar deseando mostrarle los establos, los graneros y presentarle a la gente de la granja.
—Vayamos por aquí —sugirió.
Acompañó a Tina y Beth alrededor de la parte trasera de la casa, y luego en dirección de los campos abiertos en el lado este de la propiedad. Anduvieron por la nieve hasta que la casa casi se perdió de vista. Luego avanzaron dificultosamente hacia la carretera comarcal que marcaba la linde este de la granja. Jenny se percató de que habían llegado a una zona rodeada por una cerca y comprobó que se trataba del cementerio familiar. Una media docena de monumentos de granito resultaban visibles a través de los postes blancos.
—¿Qué es eso, mamá? —preguntó Beth.
La madre abrió la puerta y entraron dentro del recinto. Jenny anduvo de una a otra de las lápidas sepulcrales, leyendo las inscripciones. Erich Fritz Krueger, 1843-1913 y Gretchen Krueger, 1847-1915. Debían de haber sido los bisabuelos de Erich. Dos niñitas: Marthea, 1875-1877 y Amanda, 1878-1890. Los abuelos de Erich: Erich Lars y Olga Krueger, nacidos ambos en 1880. La mujer murió en 1941 y él en 1948. Un bebé, Erich Hans, que vivió ocho meses en 1911. «Cuánto dolor —pensó Jenny—, cuánta pena… Dos niñitas perdidas en una generación, un bebé en la siguiente. ¿Cómo podía la gente sufrir aquella clase de dolor?». En el contiguo monumento, Erich John Krueger, 1915-1979, el padre de Erich.
Había una tumba en el extremo sur de la parcela, tan separada de las demás como ello resultaba posible. Era la que se percató que andaba buscando. La inscripción rezaba: Caroline Bonardi Krueger, 1924-1956.
El padre y la madre de Erich no estaban enterrados juntos. ¿Por qué? Los demás monumentos presentaban las huellas del tiempo. Éste parecía haber sido limpiado recientemente. ¿El amor de Erich hacia su madre llegaba a hacerle tomar un extraordinario cuidado en la conservación de su tumba? Inexplicablemente, Jenny sintió una acometida de ansiedad. Trató de sonreír.
—Vamos, vosotras dos… Os hago una carrera a través del campo…
Riendo, echaron a correr detrás de ella. Jenny les permitió que la atrapasen y luego incluso la sobrepasaran, pretendiendo tratar de mantener con dificultades el ritmo de ellas. Al final, todas se detuvieron jadeantes. Resultaba claro que tanto Beth como Tina estaban entusiasmadas por tenerla con ellas. Sus mejillas aparecían enrojecidas y sus ojos centelleaban y brillaban. Incluso Beth había perdido aquella perpetua solemne sonrisa. Jenny las abrazó con pasión.
—Andemos hasta aquella loma —sugirió—, y luego regresaremos.
Pero cuando alcanzaron la cumbre del montículo, Jenny quedó sorprendida al ver una bonita granja blanca situada al otro lado. Coligió que debía de tratarse de la primera granja familiar, que ahora era usada por el director de la explotación.
—¿Quién vive ahí? —preguntó Beth.
—Algunas personas que trabajan para papá.
Mientras estaban allí de pie mirando la casa, la puerta delantera se abrió. Una mujer salió al porche y les hizo señas, indicando, claramente, que deseaba que se acercasen a la casa.
—Beth, Tina, vamos —les urgió Jenny—. Al parecer conoceremos a nuestra primera vecina.
Jenny tuvo la impresión de que la mujer les contemplaba implacablemente mientras cruzaban el campo. Sin preocuparse del frío día, seguía de pie en el umbral, con la puerta abierta de par en par detrás de ella. Al principio, Jenny pensó, por su ligera silueta y encorvado cuerpo, que se trataba de una persona mayor. Pero, en cuanto se acercó más, pudo comprobar que la mujer no tenía más que cincuenta y tantos años. Su pelo castaño estaba sembrado de gris y recogido en lo alto de la cabeza en un mal formado moño. Sus gafas sin aros ampliaban sus ojos grises. Llevaba un largo y deforme suéter encima de unos pantalones con bolsas de tejido de punto doble. El suéter acentuaba los huesos de los hombros y su extrema delgadez.
Sin embargo, aún existían vestigios de belleza en su rostro, y la caída boca poseía unos labios bien formados. Se veía un inicio de hoyuelo en el mentón, y, de algún modo, Jenny visualizó a aquella mujer en otra edad más joven, más dichosa. La mujer se la quedó mirando mientras se presentaba a sí misma y a las niñas.
—Igual que me lo había contado Erich —comentó, con voz baja y nerviosa—. «Rooney —me dijo—, espera a que conozcas a Jenny; creerás estar viendo a Caroline». Pero no quiso hablarme más acerca de ello.
Hizo un visible esfuerzo por calmarse.
Impulsivamente, Jenny le tendió ambas manos.
—Y Erich me habló también de ti, Rooney, del mucho tiempo que llevas aquí. Comprendí que tu marido es el director de la granja. Aún no le he visto.
La mujer ignoró esto.
—¿Eres de Nueva York?
—Sí, en efecto…
—¿Qué edad tienes?
—Veintiséis años.
—Nuestra hija, Arden, tiene veintisiete. Clyde dice que se fue a Nueva York. ¿La conoces?
La pregunta fue hecha con ardiente ansiedad.
—Me temo que no… —contestó Jenny—. Pero, naturalmente, Nueva York es muy grande… ¿A qué clase de trabajo se dedica? ¿Dónde vive?
—No lo sé. Arden se fue hace diez años. No tenía que haberse escapado. Podía, simplemente, haberme dicho: «Mamá, me quiero ir a Nueva York». Y no se lo hubiese negado. Su padre era un poco estricto con ella. Supongo que sabía que no la dejaría marcharse siendo tan joven. Pero Arden era una buena chica, incluso presidenta del club «4-H». No sé por qué estaba tan empeñada en marcharse. Creí que era realmente feliz con nosotros.
La mirada de la mujer quedó fija en la pared. Parecía encontrarse en una ensoñación propia, como explicándose algo que ya se había dicho antes muchas veces.
—Era nuestra única hija. Aguardamos mucho tiempo hasta que nació. Era un bebé precioso, y deseado, ya sabes qué quiero decir. Tan activa, desde el mismo momento en que nació… Por eso, sugerí que la llamáramos Arden, una especie de apócope de ardiente… y le fue de lo más apropiado.
Beth y Tina se encogieron contra Jenny. Había algo en aquella mujer, algo en sus fijos ojos y en su leve temblor, que las asustaba.
«Dios mío —pensó Jenny—. Su única hija y no sabía nada de ella desde hace diez años. Yo en su situación me volvería loca».
—Puedes ver una foto que tengo por aquí…
Rooney señaló un retrato enmarcado y colgado de la pared.
—Se la tomé dos semanas antes de que se marchara.
Jenny observó la foto de una adolescente regordeta y sonriente, con un rizado cabello rubio.
—Tal vez se haya casado y tenga también bebés —siguió Rooney—. Pienso mucho en ello. Por eso, cuando te vi caminar junto a las dos pequeñinas, creí que tal vez se tratase de Arden.
—Lo siento —replicó Jenny.
—No, no tiene importancia. Y, por favor, no le digas a Erich que he estado hablando de nuevo de Arden. Clyde dice que Erich está harto de escucharme siempre hablar de Arden y Caroline. Clyde dice que ésa es la razón de que Erich me quitase del trabajo en la casa, al morir su padre. Me gustaba mucho cuidar de aquella casa, como si fuese la mía propia. Clyde y yo llegamos aquí cuando John y Caroline se casaron. A Caroline le gustaba la forma en que hacía las cosas, e incluso después que murió, lo mantuve todo igual para ella, como si fuese a aparecer de un momento a otro. Pero, entra en la cocina. He hecho buñuelos y el café está preparado.
Jenny pudo oler el reanimador café. Se sentaron alrededor de la mesa esmaltada de blanco en la alegre cocina. Hambrientas, Tina y Beth se pusieron a mordisquear un buñuelo aún caliente y bebieron leche.
—Recuerdo cuando Erich tenía esa edad —empezó Rooney—. Solía hacerle continuamente estos buñuelos para él. Yo era la única a la que se lo dejaba cuando Caroline salía de compras. Me parecía que era hijo mío. Aún lo es, supongo… Yo no tuve a Arden hasta diez años después de que nos casásemos, pero Caroline dio a luz a Erich durante el primer año. Nunca vi un niñito al que su madre quisiese más. Nunca quería perderle de vista. Oh, se parece mucho a ella, de verdad…
Alargó la mano para coger la cafetera y volvió a llenarle la taza a Jenny.
—Y Erich ha sido tan bueno con nosotros… Se gastó diez mil dólares en detectives privados tratando de averiguar dónde se encontraba Arden.
«Sí —pensó Jenny—, Erich haría eso».
El reloj que había encima de la cocina comenzó a dar las horas. Era mediodía. Apresuradamente, Jenny se levantó. Erich estaría ya en casa. Deseaba terriblemente encontrarse a su lado.
—Mrs. Toomis, será mejor que nos apresuremos. Confío en que vaya a visitarnos.
—Llámame Rooney. Todo el mundo lo hace. Clyde no desea que acuda a la casa grande. Pero yo le engaño. Voy allí un montón de veces para asegurarme de que todo está en orden. Debes regresar aquí para visitarme. Me gusta tener compañía…
Una sonrisa consiguió una notable transformación en su rostro. Durante un momento, aquellas arrugas caídas y tristes desaparecieron y Jenny supo que había tenido razón al suponer que, en otro tiempo, Rooney Toomis había sido una mujer muy bonita.
Rooney insistió en que se llevase una bandeja de buñuelos.
—Serán muy buenos para la merienda…
Mientras mantenía abierta la puerta para ellas, comenzó a manosearse el cuello del suéter.
—Creo que empezaré a buscar a Arden ahora —suspiró.
Una vez más, su voz se hizo vaga.
El sol del mediodía era brillante, muy alto en el cielo, resplandeciendo sobre los campos cubiertos de nieve. Al doblar un recodo, la casa apareció a la vista. El rojo pálido de los ladrillos brillaba bajo los rayos del sol. «Nuestra casa», pensó Jenny. Asió a las niñas de la mano. ¿Comenzaría Rooney a andar sin rumbo por todas aquellas hectáreas en busca de su hija perdida?
—Era una señora muy agradable —anunció Beth.
—Sí, lo era —convino Jenny—. Vamos, vamos. A la carrera… Papá, probablemente, nos estará aguardando.
—¿Qué papá? —preguntó, indiferente, Beth.
—El único…
Poco antes de que abriera la puerta de la cocina, Jenny le susurró a las niñas:
—Entremos de puntillas y sorprendamos a papá…
Con ojos brillantes, asintieron.
Ruidosamente, giró la manecilla. El primer ruido que oyeron fue la voz de Erich. Llegaba desde el comedor, cada colérica palabra pronunciada levemente más alta que la anterior.
—¿Cómo se atreve a decirme que he sido yo el que ha hecho esa mancha? Resulta obvio que dejó usted que una bayeta con aceite tocase el papel de la pared al quitar el polvo del alféizar de la ventana. ¿Se percata de que toda la estancia tendrá ahora que empapelarse de nuevo? ¿Y sabe lo difícil que será encontrar de nuevo ese dibujo? ¿Cuántas veces la he avisado respecto de esas bayetas sucias?
—Pero, Mr. Krueger…
La protesta de Elsa, nerviosamente alta, fue cortada en seco.
—Quiero que se disculpe por haberme echado la culpa de todo este lío. O se disculpa, o sale de esta casa para no volver más.
Se produjo el silencio.
—Mamá —susurró Beth, asustada.
—Chis… —le urgió Jenny.
«¿Cómo podía estar Erich tan alterado por aquella pequeña mancha en el papel?», se preguntó. «Mantente alejada de esto, pareció avisarla algún instinto. No hay nada que puedas hacer…».
Escuchó la desgraciada y humilde voz de Elsa decir:
—Le pido disculpas, Mr. Krueger.
A continuación, empujó a las niñas hacia fuera y cerró la puerta.