—No he vuelto a dormir aquí desde que murió mamá —le explicó Erich—. Cuando era pequeño, disfrutaba tumbado en la cama, escuchando el ruido que hacía mi madre moviéndose por su cuarto. La noche del accidente no pude soportar el volver aquí. Para calmarme, papá y yo nos trasladamos a los dos dormitorios traseros. Ya nunca regresamos…
—¿Me estás diciendo que en este cuarto, y en el dormitorio principal, no ha dormido nadie durante cerca de veinticinco años?
—Eso es. Pero no los cerramos. Simplemente, dejamos de usarlos. Pero algún día nuestro hijo usará este cuarto, querida mía…
Jenny estuvo contenta de regresar al vestíbulo. A pesar de la alegre colcha y de los cálidos muebles de arce, había algo de inquietante en el cuarto de muchacho de Erich.
Beth comenzó a tirar incansablemente de Jennie.
—Mamá, tenemos hambre… —comentó de forma muy práctica.
—Oh, Ratoncita, lo siento. Vayamos a la cocina.
Beth corrió por el largo vestíbulo, con unas pisadas demasiado ruidosas para sus piececitos. Tina la siguió de cerca.
—Espera, Beth…
—No corráis —les gritó Erich detrás de ellas.
—No rompáis nada —les previno Jenny, recordando la delicada porcelana del salón.
Erich le quitó de los hombros el abrigo de visón y se lo puso al brazo.
—Y bien…, ¿qué te parece?
Algo en la forma en que hizo la pregunta resultó perturbador. Era como si se hallase ansioso por recibir una aprobación, y Jennie le tranquilizó, de la misma forma en que hubiese respondido a una pregunta similar por parte de Beth.
—Es perfecto… Me encanta…
El frigorífico estaba bien provisto. Jennie calentó leche para mezclarla con cacao y preparó unos bocadillos.
—Tengo champaña para nosotros —le explicó Erich.
Y colocó el brazo en el respaldo de la silla de su mujer.
—Estaré lista dentro de un momentito…
Jenny le sonrió e inclinó la cabeza hacia las niñas.
—En cuanto lo deje todo en orden…
Estaban a punto de levantarse cuando sonó el timbre. El fruncimiento del rostro de Erich se cambió en una expresión complacida tras abrir la puerta.
—Mark, por el amor de Dios… Entra…
El visitante llenaba el umbral. Su pelo de color arena y enmarañado por el viento tocaba la parte superior del umbral. Sus amplios hombros aparecían ahora escondidos por su pesada parka con capucha. Unos penetrantes ojos azules dominaban su rostro de fuertes facciones.
—Jenny —dijo Erich—, éste es Mark Garrett. Ya te he hablado de él.
Mark Garrett. El doctor Garrett, el veterinario, que había sido el amigo más íntimo de Erich desde la infancia.
—Mark es como un hermano —le explicó Erich—. En realidad, si algo me hubiese ocurrido antes de casarme, él habría heredado la granja.
Jenny extendió la mano y sintió cómo la del hombre, fría y fuerte, cubría la suya.
—Siempre he dicho que tenías buen gusto, Erich —comentó Mark Garrett—. Bienvenida a Minnesota, Jenny.
A Jenny le gustó Mark inmediatamente.
—Es muy agradable estar aquí.
Le presentó a las niñas. Ambas se mostraron inesperadamente formalitas.
—Eres grande, muy grande —le dijo Beth.
Mark rehusó el café.
—Aborrezco ir dando tumbos por ahí —le dijo a Erich—, pero deseaba que te enterases por mí. Barón se ha lastimado esta tarde un tendón.
Barón era el caballo de Erich. Este ya le había hablado al respecto.
—Un animal de pura sangre, criado sin enfermedades, nervioso, de muy mal temperamento. Un animal notable. Podía haber hecho de él un animal de carreras, pero he preferido conservarlo para mí mismo.
—¿Hay algún hueso roto?
La voz de Erich estaba absolutamente calmada.
—Positivamente, no…
—¿Qué sucedió?
Mark titubeó.
—De alguna forma la puerta del establo estaba abierta, y salió. Tropezó cuando trató de saltar la cerca con alambre espinoso en el campo del este.
—¿Que la puerta del establo estaba abierta?
Cada palabra fue articulada con precisión.
—¿Y quién la dejó abierta?
—Nadie admite haberlo hecho. Joe jura que la cerró al salir del establo esta mañana tras dar de comer a Barón.
«Joe, el chófer. No era de extrañar que pareciese tan asustado», pensó Jenny. Ahora miró a las niñas. Se sentaban muy tranquilas a la mesa. Hacía un minuto, hubieran estado dispuestas a campar por sus respetos. Y ahora parecían sentir la atmósfera cargada, la ira que Erich no se molestaba en ocultar.
—Le dije a Joe que no discutiese esto contigo hasta que yo tuviese oportunidad de verte. Barón estará bien en un par de semanas. Creo que Joe, probablemente, no corrió el pestillo de la puerta al salir. Nunca ha sido descuidado de forma deliberada. Ama a ese animal.
—Aparentemente, ninguno de su familia inflige daño deliberadamente… —estalló Erich—. Pero lo que sí está claro es que consiguen infligirlo. Si Barón quedase cojo…
—No será así. Le he limpiado y vendado. ¿Por qué no sales y le ves ahora? Te sentirás mejor…
—Eso voy a hacer…
Erich buscó en el armario de la cocina su chaquetón.
Su expresión resultaba fríamente furiosa.
Mark le siguió afuera.
—Bienvenida de nuevo, Jenny —le dijo—. Te pido disculpas por ser portador de malas noticias…
Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Jenny escuchó su profunda y calmada voz.
—Mira, Erich, no te exaltes…
Costó un baño caliente y contarles un cuento en la cama para que las niñas finalmente se durmiesen. Jenny salió agotada y de puntillas del cuarto. Luego empujó el baúl contra el lado de la cama al descubierto. La habitación, que una hora antes había estado en perfecto orden, constituía ahora una auténtica confusión. Las maletas se encontraban en el suelo. Había hurgado en ellas para encontrar los pijamas y la vieja manta favorita de Tina, pero no se había preocupado por deshacer apropiadamente las maletas. Estaba ahora demasiado cansada. Esto podía esperar hasta mañana. Erich se presentó en el momento en que salía del cuarto. Jennie vio mudar su expresión cuando observó el desordenado interior de la habitación.
—Dejémoslo así, cariño —le dijo ella cansadamente—. Sé que todo está manga por hombro, pero ya lo arreglaré mañana.
A Jennie le pareció que su marido realizaba un intento deliberado por reflejar calma.
—Me temo que no podré irme a la cama y dejar todo esto así…
Le llevó sólo cinco minutos deshacer por completo las maletas, colocar la ropa interior y los calcetines en los cajones, colgar los vestidos y suéteres en el armario. Jenny desistió de tratar de ayudarle. Si se despertaban, estarían dando vueltas por allí durante horas, pero, de repente, se encontró demasiado agotada ni para protestar. Finalmente, Erich empujó la cama exterior para que se encontrase alineada exactamente con su gemela, dispuso bien las botitas y zapatos, guardó las maletas en un estante superior y cerró la puerta del armario que Jenny había dejado entreabierta.
Cuando hubo finalizado, la habitación se encontraba infinitamente más arreglada y las niñas no se habían despertado. Jenny se encogió de hombros. Sabía que debería estarle agradecida, pero no servía de ayuda pensar que el riesgo de despertar a las pequeñas, resultaba infinitamente superior a la necesidad de una sesión de arreglos, particularmente en la noche de bodas…
En el vestíbulo, Erich la rodeó con los brazos.
—Cariñito, ya sé lo duro que ha sido este día. Te he preparado un baño. Ahora estará a la temperatura exacta. ¿Por qué no te cambias y prepararé una bandeja para nosotros? Tengo champaña enfriando y un bote del mejor caviar que encontré en «Bloomingdale' s». ¿Qué te parece todo esto?
Jenny sintió una acometida de vergüenza por su irritada sensación. Le sonrió.
—Eres demasiado bueno para ser verdad…
El baño ayudó. Se hundió en él, disfrutando de la desacostumbrada longitud y profundidad de la bañera, que estaba aún montada sobre sus patas originales de latón. Mientras la cálida agua suavizaba los músculos de su garganta y hombros, decidió relajarse.
Se percató ahora de que Erich había evitado con sumo cuidado describirle la casa. ¿Qué le había dicho? Oh, sí, cosas tales como «No ha cambiado mucho desde que Caroline murió. Creo que la extensión de la nueva decoración sólo ha llegado a reemplazar algunas cortinas del cuarto de los huéspedes…».
¿Es que no se había estropeado nada en esos años, o era que Erich, religiosamente, preservaba intacto todo cuanto le recordaba la presencia aquí de su madre? El aroma que ella amaba flotaba todavía por el dormitorio principal. Sus cepillos y peines, así como sus limas para las uñas, continuaban aún en una de las coquetas. Se preguntó si no habría aún algunas hebras del cabello de Caroline atrapadas en algunos de los cepillos.
Su padre se había equivocado, desesperadamente, al permitir que el dormitorio infantil de Erich siguiese intacto, congelado en el tiempo, como si, en aquella casa, el crecimiento se hubiese detenido con la muerte de Caroline. El pensamiento la dejó incómoda y, de forma deliberada, lo apartó de su mente. «Piensa en Erich y en ti misma —se dijo—. Olvida el pasado. Recuerda que ahora os pertenecéis el uno al otro». Su pulso se aceleró.
Pensó en su primoroso y nuevo camisón, y en el salto de cama que se encontraban dentro de su nueva maleta. Los había comprado en «Bergdorf Goodman», con el último cheque de su paga, faroleando de forma extravagante, pero deseando que todo fuese maravilloso en la noche de bodas de una novia.
Repentinamente alegre, salió de la bañera, quitó el tapón y alargó la mano hacia una toalla. El cristal de encima del lavabo estaba por completo empañado. Empezó a secarse, hizo una pausa y luego frotó el vapor. Sintió que, en medio de tantas novedades, necesitaba verse a sí misma, encontrar su propia imagen. Cuando el cristal estuvo seco, se miró en él. Pero no fueron sus propios ojos azul verdes los que vio reflejados.
Era el rostro de Erich, los ojos azules de medianoche de Erich, los que se encontraron con los suyos en el reflejo. Había abierto la puerta tan silenciosamente, que no le había oído. Dándose la vuelta, de forma instintiva colocó la toalla delante de ella pero, luego, con deliberación, la dejó caer.
—Oh, Erich, me has asustado —le dijo—. No te oí entrar…
Sus ojos no abandonaron su rostro.
—Pensé que querrías el camisón, cariño —le explicó—. Aquí lo tienes.
Sostenía un camisón de satén de color aguamarina, con una profunda V cortada por delante y atrás.
—Erich, ya tengo un camisón nuevo. ¿Me has comprado éste expresamente para mí?
—No —replicó Erich—. Era el de Caroline.
Se pasó la lengua, nerviosamente, por encima de los labios.
Sonreía de forma extraña. Sus ojos, cuando descansaban sobre ella, estaban húmedos de amor.
Cuando habló de nuevo, su tono fue de súplica:
—Hazlo por mí, Jenny; póntelo esta noche…