El «Fleetwood» castaño de Erich era nuevo, y el único de los que se encontraban en la zona de aparcamiento que no aparecía con nieve incrustada encima. Jenny se preguntó si Joe había aprovechado unos preciosos minutos para lavarlo antes de que llegasen al aeropuerto. Erich la instaló a ella y a Tina en el asiento trasero, dio permiso a Beth para ponerse delante y se apresuró a regresar para ayudar a Joe a recoger el equipaje.
Unos minutos después, se encontraban ya en la carretera.
—Son casi tres horas de viaje hasta la granja —le explicó Erich—. ¿Por qué no te apoyas contra mí y descabezas un sueñecito?
Parecía relajado ahora, incluso alegre, una vez olvidado su espasmo de ira.
Erich alargó la mano hacia Tina, que se prestó de buen grado a sentarse en su regazo. Erich tenía muy buena mano con la niñita. Al ver el contento brillar en el rostro de Tina, Jenny alejó la momentánea añoranza de su hogar.
El coche aumentó la velocidad en terreno despejado. Las luces a lo largo de la carretera empezaron a desaparecer. La ruta se oscureció y estrechó. Joe encendió los faros y la mujer pudo discernir los grupos de graciosos arces y los irregulares robles de pobres formas. El paisaje parecía absolutamente llano. Era diferente por completo de Nueva York. Aquélla era la razón de que tuviese aquella terrible y alienante sensación cuando salieron del aeropuerto.
Necesitaba tiempo para pensar, para enfocar las cosas, para ajustarse a ellas. Apoyando la cabeza en el hombro de Erich, murmuró:
—¿Sabes algo? Estoy cansada…
No quería hablar más, no exactamente ahora. Pero, oh, qué agradable resultaba reclinarse así en él, saber que su tiempo juntos ya nunca más sería precipitado y frenético. Erich había sugerido dejar de lado la luna de miel oficial.
—No tienes a nadie con quien dejar a las niñas —le había explicado—. Una vez se encuentren cómodamente instaladas en la granja, ya encontraremos una niñera de confianza y emprenderemos un viaje.
«¿Cuántos otros hombres hubieran sido tan considerados?», se dijo.
Sintió que Erich la estaba mirando.
—¿Estás despierta, Jenny? —le preguntó.
Pero ella no respondió. La mano de su marido le alisó el cabello, sus dedos le masajearon las sienes. Tina estaba ahora ya dormida; su respiración se había hecho suave y sosegada. En el asiento delantero, Beth había dejado de charlar con Joe y ella también debía de estar adormilada.
Jenny hizo que su respiración se mostrase tranquila. Había tiempo por delante para planear, para salir de la vida que había llevado hasta entonces y anticipar la que la esperaba.
La casa de Erich había permanecido sin una mujer que la gobernara durante un cuarto de siglo. Probablemente, necesitaba una revisión a fondo. Sería interesante comprobar cuánta de la influencia de Caroline quedaba aún.
«Es divertido —se mofó—; nunca pienso en la madre de Erich como su madre, siempre pienso en ella como Caroline».
Se preguntó si el padre de Erich no se habría referido respecto de ella de aquella manera. Si en lugar de decirle a Erich «Tu madre», cuando se acordase de ella diría «Caroline y yo solíamos…».
Recordarlo todo sería un deleite. Cuántas veces había estudiado el apartamento y había pensado: «Si pudiera permitírmelo, haría esto… y aquello… y lo de más allá».
Qué sensación de libertad sería despertarse por la mañana, y saber que no tenía que apresurarse para acudir al trabajo. Simplemente, poderse quedar con las niñas, pasar el tiempo con ellas, un tiempo auténtico, no el tiempo de después de un día agotador… Se había perdido ya la mejor parte de sus años de bebés…
Y ser una esposa. Así como Kevin no había sido nunca un auténtico padre para las niñas, tampoco había sido un auténtico marido para ella. Incluso en sus momentos más íntimos, siempre había sentido que Kevin tenía una imagen mental de sí mismo como de interpretar el protagonista romántico en una película de la M.G.M. Y ella estaba segura de que le había sido infiel, incluso durante el breve tiempo en que habían vivido juntos…
Erich era maduro. Podía haberse casado hacía ya mucho tiempo, pero prefirió aguardar. Dada por bienvenida la responsabilidad. Kevin la había rehuido. Erich era tan reticente… Según Fran, que opinaba que era un poco pesado, y Jenny sabía que ni siquiera Mr. Hartley había estado a gusto con él. No se percataban de que su presunta reserva constituía, simplemente, una tapadera respecto de una naturaleza innatamente tímida.
—Encuentro más fácil pintar mis sentimientos que expresarlos —le había confesado.
Había tanto amor contenido en todo aquello que pintaba…
Sintió que la mano de Erich acariciaba sus mejillas.
—Despiértate, cariño, ya estamos cerca de casa…
—¿Qué? Oh… ¿Me he quedado dormida?
Se irguió.
—Me alegra que hayas dormido, cariño. Pero ahora puedes mirar por la ventanilla. La luna brilla tanto que serás capaz de apreciarlo todo…
Su voz era ansiosa.
—Estamos en la carretera comarcal veintiséis. Nuestra granja comienza en esa cerca, a ambos lados de la carretera. El lado derecho termina en el Gray' s Lake. El otro lado prosigue y serpentea aún más allá. El bosque ocupa casi cien hectáreas por sí solo; acaba en el valle fluvial que desciende hacia el Minnesota River. Ahora, observa, verás alguno de los edificios exteriores. Aquí están los heniles, donde alimentamos al ganado en invierno. Más allá se encuentran los graneros, los establos y el antiguo molino. Ahora, cuando doblemos ese recodo, contemplarás el lado occidental de la casa. Se asienta sobre aquella loma.
Jenny oprimió su rostro contra la ventanilla del coche. Entre las entrevisiones del paisaje que había visto en algunos de los cuadros de Erich, sabía, por lo menos, que la parte exterior de la casa era de pálidos ladrillos rojos. Se imaginó una especie de granja a lo Currier e Ivés. Nada de lo que Erich le había contado la preparó para lo que ahora estaba contemplando…
Incluso vista desde un lado, resultaba obvio que la casa era una mansión. Tenía, aproximadamente, entre veinte y veinticinco metros de longitud y tres pisos. Las luces salían de las alargadas y graciosas ventanas del primer piso. Por encima, la luna blanqueaba los tejados y aguilones en relucientes tiaras. Los campos cubiertos de nieve brillaban como capas de blanco armiño, enmarcando la estructura, haciendo resaltar sus flotantes líneas.
—¡Erich!
—¿Te gusta, Jenny?
—¿Que si me gusta? Erich, es magnífica. Es dos veces, no, cinco veces mayor de lo que esperaba. ¿Por qué no me previniste?
—Deseaba sorprenderte. Le dije a Clyde que se asegurase de iluminarla bien para tu primera impresión. Ahora veo que ha tomado mi orden al pie de la letra.
Jenny se quedó mirando, tratando de absorber cada detalle mientras el coche avanzaba con lentitud a lo largo de la carretera. Un porche de madera blanca con unas esbeltas columnas, comenzaba en la puerta lateral y se extendía hasta la parte trasera de la casa. La reconoció tal como se reflejaba en el cuadro Recuerdo de Caroline. Incluso la mecedora del cuadro se hallaba allí, el único mueble del porche. Una ráfaga de viento la hacía mecerse levemente.
El coche giró a la izquierda y entró por las abiertas puertas. Un letrero, Granja Krueger, estaba iluminado por las farolas que se encontraban en los postes de las puertas. El coche siguió el camino de vehículos, que se abría entre los campos cubiertos de nieve. A su derecha comenzaban los árboles, un pesado y tupido bosque de árboles cuyas ramas aparecían desnudas y esqueléticas contra la luna. El coche giró a la izquierda y completó el arco, deteniéndose ante los anchos escalones de piedra.
Las dobles puertas macizas y ornamentadamente talladas se veían iluminadas por la ventana en abanico que se arqueaba encima de ellas. Joe se apresuró a abrirle la puerta a Jenny. Rápidamente, Erich le tendió a la dormida Tina.
—Llévate a las niñas, Joe —ordenó.
Tomando a Jenny de la mano, subió con rapidez los escalones, descorrió el cerrojo y abrió por completo las puertas. Tras hacer una pausa, miró directamente a los ojos de Jenny:
—Me gustaría pintarte ahora —le dijo—. Llamaría al cuadro Llegada al hogar. Con tu largo y hermoso cabello oscuro, tus ojos tan tiernos que me miran… Me amas, ¿no es verdad, Jenny?
—Te amo, Erich —le respondió en voz baja.
—¿Me prometes que nunca me abandonarás? Júralo, Jenny.
—Erich, ¿cómo puedes pensar en esto ahora?
—Promételo, por favor, Jenny.
—Nunca te dejaré, Erich.
Jenny le rodeó el cuello con los brazos. «Su necesidad es tan grande…», pensó. Durante todo aquel mes, Jenny se había visto turbada por aquel aspecto unilateral de sus relaciones: él era quien daba, ella la que recibía. Estaba agradecida ahora al comprobar que las cosas no eran tan simples.
Erich la alzó en brazos.
—Jenny, bésame…
Ahora sonreía. Mientras la llevaba adentro de la casa, Erich la besó en los labios, al principio tímidamente y luego con creciente emoción.
—¡Oh, Jenny!
La dejó en el vestíbulo de entrada. Tenía unos relucientes suelos de parqué, unas paredes delicadamente estarcidas, con una araña de cristal y metal dorado. Una escalera con una adornada balaustrada tallada conducía al segundo piso. Las paredes estaban recubiertas de cuadros, con la firma en mayúsculas, Erich, en la esquina del lado derecho. Durante un momento, Jenny se quedó sin habla.
Joe estaba subiendo los escalones con las niñas.
—No corráis… —les prevenía.
Pero la larga siesta las había despabilado, y estaban ansiosas por hacer exploraciones. Mientras no las perdía de vista, Jenny escuchaba a Erich cuando éste comenzó a enseñarle la casa. El salón principal estaba a la izquierda del vestíbulo de entrada. Trató de absorber todo lo que le contaba acerca de las piezas individuales. Al igual que un chiquillo que muestra sus juguetes, señaló unos estantes de nogal, en forma de riñón y con la base de mármol.
—Es de principios del siglo XVIII —le dijo.
Unas ornadas lámparas de petróleo, ahora con cables eléctricos, se encontraban a cada lado del macizo sofá de alto respaldo.
—Mi abuelo se lo hizo fabricar en Austria. Las lámparas son de Suiza.
Recuerdo de Caroline estaba colgado encima del sofá. Una luz en lo alto revelaba el rostro del retrato, de una forma más íntima que como apareciera en el escaparate de la galería. Le pareció a Jenny que, con esta iluminación, en esta estancia, su propio parecido con Caroline se acentuaba. La mujer del cuadro daba la impresión de mirarla directamente.
—Es casi como un icono —susurró Jenny—. Noto como si me siguiesen sus ojos.
—Yo siempre me he sentido de esa manera —comentó Erich—. ¿Crees que puede ser así?
Un inmenso órgano de lengüeta y de palisandro, situado en la pared occidental, atrajo inmediatamente a las niñas. Treparon a la banqueta con cojín de terciopelo y comenzaron a tocar las teclas.
Jenny se percató de que Erich torcía el ceño cuando la hebilla del zapato de Tina rayó la pata de la banqueta. Rápidamente sacó de allí a las protestonas niñas.
—Veamos el resto de la casa —sugirió.
El comedor estaba dominado por una mesa de banquetes, lo suficientemente grande como para acomodar doce sillas. Un elaborado motivo de corazones estaba tallado en cada uno de los respaldos de las sillas.
Una colcha aparecía colgada en la pared de enfrente, como si se tratase de un tapiz. Troceado en hexágonos con reborde de festón y motivos florales cosidos, añadía una nota de brillantez a aquella estancia austeramente bella.
—La confeccionó mi madre —explicó Erich—. Mira sus iniciales.
Todas las paredes de la enorme biblioteca estaban cubiertas con estantes de nogal para libros. En cada uno de ellos se veían hileras de volúmenes precisamente colocados. Jennie echó un vistazo a algunos de los títulos.
—¡Voy a pasarlo muy bien! —exclamó—. No puedo esperar a tomar alguno para leerlo. ¿Cuántos libros te parece que tienes?
—Mil ciento veintitrés.
—¿Sabes exactamente cuántos son?
—Naturalmente…
La cocina era amplia. La pared de la izquierda contenía los accesorios. Una mesa redonda de roble y unas sillas se ubicaban exactamente en el centro de la estancia. En la pared oriental, una gigantesca estufa antigua de hierro, con unas portillas muy brillantes de níquel, cromo y mica, tenían todo el aspecto de poder caldear toda la casa. Una cuna de roble, cerca de la estufa, se veía llena de leños, un sofá cubierto con una litografía colonial y un sillón a juego, se hallaban formando un ángulo recto, uno junto a otro. En este cuarto, como en los demás que había visto, absolutamente nada se encontraba fuera de lugar.
—Es un poco diferente de tu apartamento, ¿no te parece, Jenny?
Su tono reflejaba orgullo.
—Ya puedes comprender por qué no te lo conté. Quería disfrutar con tu reacción.
Jenny sintió ansias de defender su apartamento.
—Ciertamente, es mayor —convino—. ¿Cuántas habitaciones tiene?
—Veintidós —respondió con presunción Erich—. Echemos un vistazo a nuestros dormitorios. Acabaremos la visita mañana…
La rodeó con el brazo mientras subían por las escaleras. Aquel ademán era confortante y ayudó a aliviar parte de la sensación de novedad que sentía. «Muy bien —pensó—, me parece estar haciendo una visita turística: Miren, pero no toquen».
El dormitorio principal era una gran habitación formando ángulo, en la parte delantera de la casa. Los muebles de oscura caoba relucían como con una fina pátina aterciopelada. El macizo lecho de cuatro columnas estaba cubierto con un brocado de color arándano. Este brocado se repetía también en el baldaquín y en las colgaduras. Un bol de cristal emplomado, en el lado izquierdo del tocador estaba lleno con pequeñas pastillas de jabón de pino. Un juego de cepillos de plata con iniciales, cada pieza separada unos centímetros, se veían a la derecha del cuenco. Este juego de cepillos había pertenecido a la bisabuela de Erich; el bol era de Caroline y procedía de Venecia.
—Caroline nunca se perfumaba, pero le gustaba mucho el aroma a pino —contó Erich—. Este jabón se importa de Inglaterra.
Jabón con olor a pino. Era lo que había detectado al entrar en la habitación: el débil aroma de pino, tan sutil que resultaba imposible distinguirlo.
—¿Es aquí donde dormiremos Tina y yo, mamá? —preguntó Beth.
Erich se echó a reír.
—No, Ratoncita. Tú y Tina estaréis al otro lado del vestíbulo. Pero ¿quieres ver primero mi habitación? Es la que está en la siguiente puerta de la derecha.
Jenny le siguió, esperando ver la habitación de un soltero en la casa familiar. Estaba ansiosa por probar el gusto personal de Erich respecto al mobiliario. Casi todo cuanto había visto, le parecía que, simplemente, lo había heredado.
Erich abrió la puerta de la estancia contigua al dormitorio principal. Aquí estaba también encendida la luz del techo. Vio un lecho individual de arce, recubierto por una colcha de colores. Un escritorio con tapa corredera, medio abierto, revelaba lápices, carboncillos y álbumes para esbozos. Una librería de tres estantes contenía el Libro de la Sabiduría. Un trofeo de la «Little League» se encontraba de pie en el tocador. Una mecedora de alto respaldo aparecía en el rincón de la izquierda, cerca de la puerta. Un palo de hockey, apoyado contra la pared de la derecha.
Era la habitación de un chiquillo de diez años…