—Estamos cruzando por encima de Green Bay, Wisconsin. Nuestra altitud es de diez mil metros. Aterrizaremos en el aeropuerto «Twin Cities» a las cinco y cincuenta y ocho de la tarde. La temperatura en Minneapolis es de doce grados centígrados bajo cero. Es una tarde despejada y hermosa. Espero que hayan disfrutado con el viaje, señores. Gracias una vez más por volar con «Northwest».
La mano de Erich cubrió la de Jenny.
—¿Has disfrutado del viaje?
La mujer le sonrió.
—Muchísimo.
Ambos miraron hacia la alianza de bodas de la madre de él, que ahora lucía en el dedo de Jenny.
Beth y Tina se habían quedado dormidas. La azafata había quitado el brazo central de los asientos, y ahora se encontraban enlazadas juntas. Con los bucles castaños sobreponiéndose, y sus nuevos vestidos sin mangas de terciopelo verde y sus blancos jerséis de cuello de cisne un tanto arrugados ahora.
Jenny se dio la vuelta para observar el cojín de nubes que flotaban afuera de la ventanilla del avión. Por debajo de su felicidad, se encontraba todavía furiosa con Kevin. Sabía que era débil e irresponsable, pero siempre había pensado de él que tenía buen carácter, sin darle mayor importancia. Pero era un expoliador. Había conseguido ensombrecer el día de su boda.
En el apartamento, una vez que se fuese Kevin, Erich había dicho:
—¿Por qué te ha dado las gracias, y qué ha querido decir con eso? ¿Le has invitado a nuestro hogar?
Trató de explicarse, pero la explicación le pareció débil incluso a sus propios oídos.
—¿Le has dado trescientos dólares? —le preguntó, incrédulo, Erich—. ¿Cuánto te debe ya en pagas de pensión alimenticia y en préstamos?
—Pero yo no los necesitaba, y la mitad de los muebles eran suyos…
—¿Querías tal vez estar segura de que tendría dinero para el billete cuando nos visitase?
—Erich, ¿cómo puedes creer eso?
Se esforzó en controlar las lágrimas que amenazaban con llenar sus ojos, pero no antes de que Erich las hubiese visto.
—Jenny, perdóname. Lo siento. Estoy muy celoso de ti. Lo admito. Odio el hecho de que cualquier hombre te toque. No quiero que él vuelva nunca a ponerte un dedo encima.
—No lo hará. Eso puedo prometértelo. Dios mío, si por algo le estoy agradecida es por haber firmado los documentos de adopción. Mantuve cruzados los dedos hasta el último momento acerca de esto.
—Simples conversaciones de dinero.
—¿Le has pagado algo, Erich?
—No mucho. Dos mil dólares. Mil por cada hija. Un precio muy barato por desembarazarme de él.
—Te ha vendido a sus hijas.
Jenny trató de ocultar el desprecio que sentía, para que no se notase en su voz.
—Hubiese pagado cincuenta veces más.
—Deberías habérmelo dicho.
—Tampoco te lo hubiera contado ahora, excepto que no deseo que quede ninguna piedad hacia él… Olvidémosle. Éste es nuestro día. ¿Qué te parecería abrir tu regalo de bodas?
Se trataba de un abrigo de visón «Blackglama».
—Oh, Erich…
—Vamos, póntelo.
Daba una sensación de lujo, de suavidad, de ligereza, de calor.
—Hace exactamente juego con tu pelo y con tus ojos —le explicó Erich, complacido—. ¿Sabes qué estaba pensando esta mañana?
—No.
Erich la rodeó con sus brazos.
—Dormí tan mal anoche… Aborrezco los hoteles y todo, lo que podía pensar era en que esta noche Jenny estaría conmigo en mi propio hogar. ¿Conoces el poema Jenny me besó?
—No estoy segura.
—Sólo puedo recordar un par de versos «Dicen que estoy cansado, que estoy triste…». Y luego el último verso triunfante es «Jenny me besó». Estaba pensando en esto cuando toqué el timbre, y luego, un momento después, tuve que observar cómo era Kevin MacPartland quien te besaba…
—Por favor, Erich.
—Perdóname. Salgamos de este sitio. Estoy deprimido.
No había tenido tiempo para echar un último vistazo antes de que él la apresurara hacia la limusina.
Incluso durante la ceremonia, Kevin había seguido estando presente en su imaginación, especialmente su matrimonio con él, en Santa Mónica, hacía cuatro años. Eligieron aquella iglesia porque Nana se había casado allí. Nana se sentó sonriente en la primera fila. No había aprobado a Kevin, pero dejó sus dudas a un lado cuando ya no pudo disuadir a Jen. ¿Qué opinaría de esta ceremonia ante un juez en vez de ante un sacerdote?
—Yo, Jennifer, te tomo…
Vaciló. Dios mío, había estado a punto de decir Kevin. Sintió sobre ella los interrogadores ojos le Erich, y había comenzado de nuevo.
—Yo, Jennifer, te tomo a ti, Erich…
—Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre…
El juez había pronunciado aquellas palabras solemnemente.
Pero también se habían pronunciado en su boda con Kevin…
Llegaron a Minneapolis con un minuto de adelanto respecto de lo previsto. Un gran letrero decía: Bienvenidos a Twin Cities. Jenny estudió el aeropuerto con ávido interés.
—He estado por toda Europa, pero nunca había llegado más al oeste que a Pensilvania —se echó a reír—. Tenía la imagen mental de que aterrizaríamos en medio de una pradera.
Llevaba a Beth de la mano. Erich se cuidaba de Tina. Beth miró la rampa que se acercaba al avión.
—Más avión, mamá —imploró.
—Has dado inicio a algo, Erich —le dijo Jenny—. Empiezan a desarrollar el gusto por los viajes en primera clase.
Erich no estaba escuchando.
—Le dije a Clyde que Joe estuviese esperándonos —explicó—. Seguramente se encuentra en la puerta de llegadas…
—¿Joe?
—Uno de los peones de la granja. No es muy brillante, pero es excelente con los caballos y un buen conductor. Siempre le he empleado como chófer cuando no quiero dejar el coche en el aeropuerto. Oh, aquí está…
Jenny vio correr hacia ellos a un joven de pelo pajizo, delgado, de unos veinte años, con unos grandes ojos inocentes y rosadas mejillas. Iba bien vestido con un abrigo para el frío, unos pantalones oscuros de punto, pesadas botas y guantes. Una gorra de chófer reposaba incongruentemente sobre su recio cabello. Se la quitó mientras se detenía delante de Erich, y Jenny tuvo tiempo de reflexionar por qué, a pesar de ser un joven tan bien parecido, tenía aspecto de terriblemente preocupado.
—Mr. Krueger, siento haber llegado tarde. Las carreteras están heladas.
—¿Dónde está el coche? —le preguntó Erich con brusquedad—. Quiero que mi esposa y las niñas queden instaladas; luego tú y yo cuidaremos del equipaje.
—Sí, Mr. Krueger…
La preocupación aún pareció intensificarse más.
—Realmente, siento haber llegado tarde.
—Oh, por el amor de Dios —intervino Jenny—. Somos nosotros los que hemos llegado un minuto antes.
Tendió la mano.
—Yo soy Jenny.
Él se la tomó, sosteniéndola cautelosamente, como si temiese lastimarla.
—Me llamo Joe, Mrs. Krueger. Todos tienen muchas ganas de conocerla. Todos hablan acerca de usted.
—Estoy seguro de que es así —medió Erich, con brusquedad.
Su brazo urgió a Jenny a que siguiese andando. Joe se quedó detrás de ellos. Jenny se percató de que Erich estaba enfadado. Tal vez se suponía que ella no debía mostrarse tan amistosa. Su vida en Nueva York, la galería «Hartley» y el apartamento en la Calle 37 parecieron, de repente, terriblemente lejanos…