Abril estalló sobre Minnesota como una divinidad de plenitud. La neblina roja formó un halo en torno de los árboles, a medida que empezaban a formarse unos pequeños capullos, aguardando a romper en floración. Los ciervos corrieron desde los bosques; los faisanes comenzaron a pavonearse por las carreteras; el ganado erró muy lejos por los pastos; la tierra se suavizó y la nieve empezó a fundirse en los surcos, alimentando los manantiales mientras se abrían paso hacia la superficie.
Beth y Tina volvieron a montar a caballo; Beth muy erguida y cuidadosa, y Tina siempre dispuesta a dar una patada a su pony y precipitarlo a la carrera. Jenny cabalgaba sobre Fire Maid al lado de Beth; Joe, muy cerca de Tina.
Jenny por fin podía pasar suficiente tiempo con las niñas: ser de nuevo capaz de besar sus satinadas mejillas, oprimir sus gordezuelas manitas, escuchar sus plegarias, responder a sus preguntas sin fin. O escuchar sus espantadas confidencias.
—Papá me daba mucho miedo. Solía ponerme las manos encima de la cara, de esta forma… Tenía aspecto de divertirle mucho…
—Papá no quería hacerlo. No pretendía lastimar a nadie. Lo que no podía era ayudarse a sí mismo.
Durante mucho tiempo había deseado regresar a Nueva York, abandonar este lugar. El doctor Philstrom la previno contra ello:
—Estos ponis son la mejor terapia para las niñas…
—No puedo pasar otra noche en esa casa…
Mark proporcionó la respuesta: la casa de la escuela en el extremo oeste de su propiedad, que hacía años había sido su propia vivienda.
—Cuando papá se trasladó a Florida, me quedé con la finca principal y alquilé esa casita, pero se encuentra vacía durante seis meses.
Era una casa encantadora, con dos dormitorios, una amplia cocina, un pintoresco salón, todo lo suficientemente pequeño para que, cuando Tina gritaba en sus sueños poblados de terrores, Jenny la oyese al instante.
—Estoy aquí, Tinker Bell. Vuelve a dormirte…
Le contó a Luke sus planes de convertir la «Granja Krueger» en una Sociedad Histórica.
—Piénsalo bien, Jenny —le dijo—. Vale una fortuna y Dios sabe cómo te has ganado el derecho a poseerla.
—Tengo bastante para mí sin ella. No me gustaría volver a vivir allí otra vez.
Cerró los ojos para evitar el recuerdo de la cuna de mimbre en el desván, del panel corredero de detrás de la cabecera de la cama, la escultura en forma de lechuza, el retrato de Caroline.
Rooney la visitó con frecuencia, conduciendo orgullosamente el coche que Clyde le había comprado, una Rooney muy alegre que ya no necesitaba esperar en casa a que Arden quisiese regresar.
—Puedes aceptar cualquier cosa, Jenny, si se da el caso. Pero el no saber constituye la peor fortuna.
La gente de Granite Place comenzó a llamarla.
—Ya es hora de que te demos la bienvenida aquí, Jenny.
Y la mayoría de ellos añadían:
—Lo sentimos tanto, Jenny…
Y le compraron esquejes y semillas.
Sus dedos hurgaban en aquella suave y húmeda tierra mientras plantaba todo aquello en su jardín.
El ruido de la cómodamente desvencijada «rubia» por la entrada de vehículos…
Las niñas corrieron a saludar al tío Mark. La dichosa conciencia de que, al igual que la tierra, Jenny se sentía preparada para otra estación, para comenzar de nuevo…